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Marcelino Izquierdo

Historias Riojanas

La Rioja templaria, leyenda e historia

E l Santo Grial, los templarios, el lignum crucis… Historia y leyenda, más leyenda que historia, se entremezclan en las raíces medievales de media Europa. La Rioja, encrucijada en el Camino de Santiago, a caballo entre los reinos de Castilla, Navarra y Aragón, atesora indelebles señas de identidad acuñadas por el tiempo. Pero además, esta tierra desprende un halo de misterio que, si bien parece transportarnos a la Inglaterra del rey Arturo, a la Champaña de Chretien de Troyes o al Jerusalén del rey Balduino, podemos disfrutarlo aquí mismo. En Ábalos, Alcanadre, Alesón, Carbonera, Hormilla, Nájera, Navarrete, San Vicente, Santo Domingo, Tirgo, Tricio, San Asensio o Villamediana sobrevuelan reminiscencias templarias. De ahí a que existan pruebas documentales de la presencia templaria en todos ellos, va un trecho.

«Hoy por hoy, apenas hay documentos que acrediten fehacientemente la presencia de la Orden del Temple en La Rioja, aunque también es verdad que las investigaciones que hasta ahora se han llevado a cabo desde la concesión del Fuero de Logroño (1095) hasta finales del siglo XV no son muchas», explica Mayte Álvarez Clavijo, doctora en Historia y una de las voces más autorizadas en la materia.

Sin embargo, hablando de ‘La Rioja mágica’, hay dos o tres enclaves que, al menos, evocan misterio. El más emblemático es Santa María de la Piscina, templo enclavado frente a la aldea de Peciña –término de San Vicente Vicente de la Sonsierra–, protegido por la Sierra de Cantabria y encaramado sobre un gran roca, ubicación conforme a los cánones ortodoxos: puerta al mediodía y ábside mirando hacia Jerusalén.

El nacimiento de Santa María de la Piscina nos retrotrae al destierro de don Rodrigo Díaz de Vivar, el gran Cid Campeador, cuando se adentró en el valle Ebro y atacó el frente militar del rey entre Haro y Logroño. El Cid arrebató el castillo de Haro al conde Diego López con el fin de preparar el gran asalto a Logroño (1092), gobernado por el conde García Ordóñez, alférez de Alfonso VI. El Campeador no pretendía combatir al monarca, aunque sí demostrarle cuán poderoso era el temple de su Tizona.

 

En aquella época, Ramiro Sánchez, primogénito del rey navarro Sancho el de Peñalén –hijo, a su vez, de don García de Nájera–, perdía sus dominios tras la muerte de su padre tras una sublevación navarra. El Cid, sin embargo, protegió a Ramiro y lo casó con su hija mayor Cristina, de cuyo matrimonio nació García Ramírez. Este monarca, conocido como El Restaurador, recuperó el trono. Por ello, los cruzados nobles a Tierra Santa, que tenían a Díaz de Vivar como héroe invencible, convencieron a su yerno Ramiro Sánchez para que tomara parte en la segunda expedición de la I Cruzada, que predicó el papa Urbano II. Y fue en  1099, en la toma de Jerusalén, cuando el infante asaltó con su mesnada la zona de la muralla donde aún permanece adosada la Piscina Probática de Salomón. Allí, dicen, encontró un trozo de la Vera Cruz.

De regreso a la Península Ibérica, hizo testamento el infante don Ramiro, una de cuyas copias en latín se conserva en el Archivo Histórico Nacional, procedente de Santa María la Real de Nájera. En el mentado testamento dejó a García Ramírez, su hijo mayor, además del reino de Navarra, el encargo de levantar una iglesia que protegiera el lignum crucis hallado en Tierra Santa. «Que este templo tome la forma de la Piscina Probática, teniendo por patrona a Santa María. En él serán expuestas las reliquias traídas de Jerusalén y, en especial, el trozo que pertenece a la Santa Cruz», reza el documento. La última voluntad fue hecha realidad por el primogénito y por el abad de Cardeña, Pedro Virila, quienes para el año 1136 habían construido Santa María de la Piscina.

El historiador Juan García Atienza defiende que Santa María no es sino la reproducción de la Piscina Probática del Templo de Salomón, «donde los templarios hallaron el Grial y otras reliquias de conocimiento eterno». La mencionada piscina fue construida por Salomón, junto al Templo de Jerusalén, para que los animales ofrendados a los sacerdotes para su sacrificio fueran en ella purificados. Ya en tiempos de Cristo, el Evangelio de San Juan explica que, junto a la piscina, «yacía una gran muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que estaban esperando se moviese el agua; un ángel del Señor bajaba y quien al agua entraba quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese».

Explica García Atienza que «en la portada luce su escudo de armas (siglo XVI) en el que destacan nueve flores de lis, cuatro cruces de los Ocho Beatitudes, que adoptaron los templarios como emblema y la vieira jacobea, la concha griálica que contiene el agua bautismal por la que se accede al conocimiento». Este grial, en forma de jarra, aparece también en el escudo de la cofradía de disciplinantes de la Vera Cruz, los ‘picaos’ de San Vicente, si bien ningún documento vincula el origen de la cofradía con el Temple… por ahora.

Y si Santa María de la Piscina evoca connotaciones griálicas, entre la devoción y la mitología, el monasterio najerino de Santa María la Real, fundado por el rey don García de Nájera (siglo XI), también está rodeado de misterio. Cuenta la leyenda que estando el monarca de caza, su halcón se adentró en una cueva mientras perseguía una paloma, lo que le llevó tras él, y en su interior descubrió una imagen de la virgen iluminada por una vela y con una jarra de azucenas a sus pies. Este prodigio legendario inspiró a don García a fundar el monasterio, en el que se ubica la cueva con la imagen de la virgen, la lámpara y la jarra.

La leyenda del halcón y la paloma guarda enormes paralelismos con otras historias de carácter griálico y artúrico que se recuerdan en toda la geografía europea. La mayoría de ellas, independientemente de detalles circunstanciales, concluyen con el hallazgo de una imagen religiosa y, en muchas ocasiones, de cierta jarra, cáliz o recipiente ligado al grial. Incluso la creación de una divisa u orden –la Orden de la Terraza fue la fundada por el rey najerino– semeja a otras órdenes medievales parecidas a los Templarios.

El grial, reliquia paradigmática de cuantas se relacionan con el hijo de Dios, es la copa con la que Jesucristo instituyó el sacramento de la Eucaristía durante la última cena. El rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda buscaron con denuedo el Santo Grial –palabra que deriva de la Sangre Real que Jesús derramó en el cáliz–, y son varias las ciudades que aseguran poseerlo. En España, la tradición más acendrada sitúa el grial en manos de San Lorenzo, diácono de Roma, quien, antes de sufrir martirio en la parrilla, ordenó enviarlo a su Huesca natal. Ya en la Península, peregrinó por el reino aragonés –incluido San Juan de la Peña– hasta llegar a Valencia, en cuya catedral se halla hoy en día.

¿Templarios en Logroño?

En 1857, el cronista Antero Gómez dedicó un capítulo  a «Los Templarios» en ‘Logroño y sus alrededores’, que culminaba con este enigma: «Contemplad ese pequeño cerro al lado derecho de la cuesta que va a Murillo, entre Mediana y Matres, Villamediana y Puente madres, que un tiempo perteneció a Hermelinda hija del rey García de Navarra, y ved en sus ocultas piedras la triste historia de los Templarios, que tantas veces habrán atravesado por estos sitios, para dejar escrita la memoria de su nombre entre los escombros del monasterio».
Cuarenta años después (1895), el también cronista e hijo de Antero, Francisco Javier Gómez, rememoraba en su ‘Logroño histórico’ cómo en 1823 los «patriotas riojanos» combatieron a las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis junto «a las ruinas de un edificio habitado por los soldados de la orden militar del Temple (…) y entre las que se ven muchos restos humanos y vestigios arqueológicos, despreciados por los que debieran recoger unos y otros por respeto a la humanidad y amor a las ciencias y a las artes». Hoy en día, nada queda de esas ruinas.

El Juego de la Oca, la Orden del Temple y el Camino de Santiago

Aunque su origen es muy anterior a la Orden del Temple, El Juego de la Oca no es sino un mapa cifrado del Camino de Santiago, donde los templarios marcaban aquellos lugares con una determinada significación. Se trata de un jeroglífico donde los símbolos eran conocidos por toda la orden, lo que permitía emprender el camino de ida y vuelta, independientemente de la lengua de cada uno. Los templarios estaban apostados a lo largo de la Ruta Jacobea –incluido el tramo riojano–, pero más ejerciendo una labor recaudatoria que como mera vigilancia militar.

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Certezas, curiosidades y leyendas del pasado, de la mano de Marcelino Izquierdo

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