Los populismos y los pensamientos totalitarios saben pescar, como nadie, en río revuelto; con astucia, aprovechan cualquier resquicio para desinformar, confundir y enturbiar el ya de por sí caldeado ambiente de una opinión pública hastiada por la corrupción política y por las secuelas de la crisis.
«Como profesor de instituto, y con la que está cayendo, se me están acabando los argumentos para defender la democracia ante mis alumnos», rezaba un tuit de un docente que, lejos de discernir el grano de la paja, no tenía ningún ambage en vincular directamente corrupción con democracia. Craso error. Y no hace falta recordar a Bokassa, Stalin, Castro, Ceaucescu, Suharto, Pinochet… con Franco es suficiente.
Si se consulta en Wikipedia la lista de escándalos de corrupción registrados en España, resulta que el número de casos que salpican la democracia es infinitamente superior a los detectados en el Franquismo. ¿Quiere decir esto que la podredumbre proliferaba menos durante la dictadura? Ni mucho menos. Lo que sucede ahora es que tanto la Justicia como la Prensa todavía poseen mecanismos de denuncia impensables en un régimen totalitario. De hecho, España fue el paradigma de la corrupción hasta los años 50, mientras funcionó el mercado negro –bautizado como estraperlo–, si bien hasta el final del Movimiento las palabras nepotismo, prevaricación, momio, enchufismo y demás ralea fueron moneda de cambio.
Lo que sí están obligados a hacer los políticos patrios, si no quieren que los grupos dictatoriales o xenófobos les arrebaten por la fuerza el poder conquistado en las urnas, es recuperar de una vez por todas la honradez y la credibilidad. Por ahora, sin embargo, no van por buen camino.