Cuentan de San Prudencio –del que cada 28 de abril celebra su festividad la Iglesia Católica– que nació en Armentia (Álava) allá por el siglo VI, que ejerció vida de anacoreta por tierras sorianas con Saturio como maestro, que evangelizó La Rioja Baja y los Cameros –«donde habitaban muchos idólatras»–, que huyó a Tarazona para alejarse de la fama que le proporcionaban sus prodigiosas curaciones y que, ya en la ciudad aragonesa –la romana Turiaso–, fue designado obispo de su diócesis.
La muerte le llegó siendo ilustre por su piedad y milagros en el Burgo de Osma y, como quiera que fuese lejos de su sillón episcopal, pronto surgieron disputas entre el clero sobre dónde debía recibir cristiana sepultura. Unos querían que fuera en suelo soriano, otros reclamaban los restos para su Álava natal y Tarazona también se postuló para recibir a su prelado. Pero su sobrino Pelayo zanjó la disputa al hacer públicos el último deseo de su tío Prudencio: «Cuando muera es voluntad de Nuestro Señor Jesucristo que me coloquéis sobre el mulo y él irá al sitio donde debo ser sepultado».
Y así se hizo. Tras el mulo partieron clérigos, familiares y fieles que, legua a legua, fueron abandonando la comitiva. Al ascender el monte Laturce, todos creyeron que el santo regresaba a Armentia; sin embargo, el animal frenó su camino junto a una cueva, muy cerca de Clavijo, y todos comprendiera que aquél era el lugar. Alrededor de sus reliquias se fundó el monasterio de San Prudencio del monte Laturce, centro de poder religioso y político entre la Edad Media y el siglo XIX, hasta que la Desamortización de Mendizábal firmó su sentencia de muerte.
Y mientras varias localidades riojanas recuerdan a San Prudencio, en las faldas de Laturce apenas queda algún sillar desmochado, alguna arquería hundida y, sobre todo, un mar de matojos y de hiedra salvajes.