En una ciudad como Logroño, en la que nunca pasaba nada, el concierto de Georges Moustaki se había convertido en todo un acontecimiento. El cantautor francés, nacido en Alejandría de padres griegos, llevaba años y años encaramado en la cumbre de la canción gala, a la altura de voces como las de Edith Piaf, Yves Montand, Juliette Greco, Georges Brassens, Serge Gainsbourg o el belga Jacques Brel.

En los albores de los 80, como el Auditorio Municipal se quedaba pequeño, se habilitó el polideportivo Las Gaunas como improvisado escenario, al que Giuseppe Mustacchi –su auténtico nombre– llegó sobre las cinco y media de la tarde. No había ofrecido rueda de prensa, ni si quiera entrevista previa, pero no se negó a que el periodista que se había colado en su camerino dialogara con él antes de embarcarse en la prueba de sonido.

Moustaki era un tipo amable, educado, muy culto, que más pronto que tarde entabló ágil monólogo. Hablaba mil y un idiomas, el castellano entre ellos. En aquel espartano vestuario, donde palistas y cestapuntistas calentaban antes de sujetarse el fajín, el tiempo parecía no avanzar.

Pero llegó la hora de cerrar la entrevista-tertulia y el periodista, viniéndose arriba, se atrevió a preguntar con neófita insolencia, quizá condicionado por la blancura del cabello de su interlocutor: «¿No cree que usted que ya está un poco demodé?».

Moustaki miró al imberbe plumilla con ojos comprensivos y,  sin inmutarse, respondió: «Pregúntemelo después de la actuación».

El concierto de Georges Moustaki, en aquellos ilusionantes años ochenta, fue magistral, único. De hecho, la indomable fuerza de la poesía sincera, cincelada con mimo por aquella voz mágica, todavía resuena en el polideportivo Las Gaunas.