Hace poco más de dos meses, en este mismo Crisol, me lamentaba de que el nunca bien ponderado seny –palabra que podría traducirse del catalán como ‘sentido común’– era un bien cada vez más escaso en Cataluña, y de cómo una tierra, históricamente a la vanguardia cultural y científica del país, estaba siendo devorada por un sentimiento exacerbado e insano contra todo lo que oliera a español.
Pero, a tenor de lo que ha rodeado el 11 de septiembre, sin duda me quedé corto. Las palabras de Artur Mas, presidente de la Generalitat, comparando la cadena humana por la ‘Independencia de Catalunya’ con la marcha sobre Washington en favor de los Derechos Humanos, protagonizada hace 50 años por Martin Luther King, no es sólo un insulto a la inteligencia de paisanos y foráneos sino, también, un insulto a los propios Derechos Humanos. ¿Cómo pueden equiparar las autoridades independentistas la ‘opresión’ de Cataluña con la que padece el pueblo palestino, o el tibetano, sin que se les caiga la cara de vergüenza?
«Volem una Catalunya lliure», reza el lema más extendido en torno al 11-S. Pues bien, la aspiración de todo pueblo por alcanzar la independencia es legítima, siempre que no se construya sobre el odio y la tergiversación histórica, política y social. Pero algo les tiene que quedar claro a quienes se dejan embaucar por salvapatrias como Artur Mas, en una irracional huida hacia adelante: la independencia no es lo mismo –ni mucho menos– que la libertad.
Para colmo, en el otro extremo, un grupo falangista asaltó la sede de la Generalitat en Madrid, acción filoterrorista que –al margen de las detenciones– no fue condenado por el Gobierno con la misma contundencia que lo hizo, por ejemplo, con la Plataforma de Afectados por la Hipoteca.