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El museo de la verdura

Hace muchos -muchos años-, en un reino junto al mar, habitó una princesita cuyo nombre era Annabel Lee.

Como suele pasar en los flojos de espíritu, su mandato se fue deteriorando, perdiendo aquel impulso que en sus primeros años de reinado la habían ocultado ante sus súbditos. Hastiada ya de las mejores ropas, los mejores complementos y de los bolsos más “chips”, encontró un nuevo aliciente en su vida. Un cortesano de estómago agradecido le susurró al oído, que se comentaba por aquel reino la existencia de un sastre excepcional, que confeccionaba trajes fantásticos al mismo tiempo que mágicos. Trajes que tenían la facultad de clasificar a las personas según su inteligencia. Que separaban a los lerdos de los cultos solo con que estos miraran las prendas que el singular sastre creaba.

Ese mismo día, la princesa hizo traer ante ella al famoso sastre. Llegado a palacio, el buscavidas explicó a la princesa que lo excepcional de sus trajes residía en los hilos mágicos que utilizaba para confeccionarlos. Hilos que unidos entre sí, daban lugar a fantásticas telas que tan solo eran visibles a los ojos de los inteligentes. Telas que no podían ver los tontos y, que por tanto, servían no solo para vestir a una reina (o princesa)… al mismo tiempo para desenmascarar a los bobos.

Annabel Lee quedó fascinada con las explicaciones de aquel sastre – vividor y embustero- y con los dineros recaudados de sus abnegados súbditos, encargó un vestido de gala para el acto oficial de celebración del décimo quinto aniversario de su reinado.

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A la semana siguiente el sastre estafador, entró en palacio con un cofre de madera en cuyo interior descansaba el vestido para la princesa. Se postró ante ella y -entre la expectación de las cortesanas-, se dispuso a abrir el cofre, no sin antes advertir -de que una vez fuera del mismo-, aquellas y aquellos que no lo pudieran ver serían sin duda tontos del bote o muy malas personas. Finalmente levantó la tapa y sacó del interior el supuesto traje…¡que no existía!, y que por tanto, ¡ninguno de los presente podía vislumbrar!. Pero todos – incluida la princesa- comenzaron a exclamar lo fantástico y hermoso que era . Ninguno de los arrastrados cortesanos quería decir que no veía el vestido, temerosos de ser tachados de tontos con capirote.

La princesa se desnudó tras un biombo y, ayudada por el sastre se colocó el supuesto traje. Salió del biombo y se mostró ante su corte totalmente desnuda. Los asistentes irrumpieron en aplausos.

Le pagaron al avispado modisto 200 millones de dinares, que repartió con su cómplice. Nunca más se supo de aquel “caramarmol”.

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A la semana siguiente llegó el día de la celebración del aniversario de su mandato. Todo el pueblo se encontraba dentro de las murallas, esperando el desfile de la princesa.

La expectación creada por ver aquel fantástico vestido -que separaba tontos de listos- era fabulosa. Se abrieron las puertas del palacio y apareció la princesa desnuda, con una tanga de leopardo (tenía planes para la noche), y todo el burgo estalló en aplausos alabando la calidad y belleza del traje invisible. Ninguno lo veía…pero todos decían verlo. De pronto, un joven agricultor alzó la voz y dijo: ” ¡Pero si esa tía va en pelotas!”….

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annabel, lee

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marzo 2010
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