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Por el amor de Cristo

En esta tarde soleada y calurosa de otoño, los aviones comunes describen círculos caprichosos sobre las puntas de un grupo de cipreses, que verticales se elevan rasgando el cielo. Se reúnen para partir hacia tierras más cálidas.

En la punta más elevada de uno de ellos, dos tórtolas turcas se arrullan.

El Cementerio está en silencio. Solo los gorjeos tardíos de algunos gorriones rompen la escena.

Como soldados en formación, los viejos cipreses me contemplan con sus tonos verdes… mudos testigos de un final que si Dios no lo remedia se prevé.

Nada más atravesar la estrecha puerta del Campo Santo me doy cuenta que ante mis ojos se abre un mundo en apariencia vacío…desnudo y muerto. El olor dulce de los pinos carrascos – del cercano colegio- embriaga todo el recinto . Las flores marchitas se arremolinan donde la caprichosa brisa las ha amontonado. Arrugadas…secas y crujientes.

En una esquina tres cruces de piedra señalan pasillos vacíos, descoloridas flores de plástico abrasadas por el sol…lápidas rasgadas y un mar de cruces por todas partes.

La regadera de plástico rojo se balancea suavemente sobre el alambre oxidado que la sustenta, esperando – o tal vez recordando- tiempos mejores.

Al final de uno de los desiertos caminos jalonados de panteones, -a través de una verja de forja- se adivina un graffiti en la pared del polideportivo municipal. Una joven camina, con la mochila a la espalda. Los tiempos pasan de largo frente a la historia del recuerdo.

Una familia entera me contempla desde su lápida de mármol. El chico fallecido a los 26….su abuelo, de rostro enjuto y boina bien calada, que dejó este mundo a los 74. A su derecha dos señoras y en la parte inferior un simpático ancianito también con boina. Entre las cruces y cipreses… esculturas y panteones, al fondo unas grúas amarillas rompen el encanto del cementerio. Anuncian un fin que se aproxima. Esto no es Estambul…es Calahorra. Los muertos y sus mausoleos en este lugar importan menos que la especulación urbanística.

Las aspas de los molinos de viento de raposeras giran sin parar. El desarrollo no descansa. Lo que se renueva y perdura frente a lo que está apunto de desaparecer.

Encaro el pasillo principal. Las esculturas me despiden al lento paso que mis pies trasladan. En la salida me paro junto a una sepultura en cuya lápida se puede leer:

“Aquí yace Manuel Fernández Viguera y cuatro más 10-8-1936, víctimas del odio y la violencia, por defender la justicia, la paz, la libertad y la fraternidad ”

Atravieso la puerta y un cartel municipal me anuncia que no se pueden sacar fotografías. Demasiado tarde. Echo en falta otro cartel que diga:

“Este cementerio nos importa una mierda, él, sus mausoleos, esculturas y los que descansan en ellos” …y que lo firme también el Excmo. Ayuntamiento de Calahorra.

Por la libertad de expresión.

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