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Danos hoy nuestro veneno de cada día.

Como conejillos de indias en un laboratorio, los nacidos a partir de la década de los sesenta vamos a ir pagando -en los próximos años- los excesos de la sociedad del consumismo brutal. Lo pagaremos con nuestra salud.
Tanto alimentaria como ambientalmente hablando, ha sido tan brutal el cambio desde 1960 hasta el día de hoy, que las consecuencias también lo serán.
Por poner tan solo un ejemplo, el aumento de la ingesta de azúcar experimentado en nuestra dieta en los últimos 40 años es espectacular. Con independencia de que uno elija comer más o menos dulces, hemos pasado de que eso sea una cuestión de decisión personal a una imposición. Es el azúcar un ingrediente que ha asaltado a un gran grupo de alimentos preparados, que lo contienen en cantidades que en ocasiones llegan a asustar. Es el azúcar la nueva droga de la sociedad occidental. Una droga que se disuelve en las bebidas y camufla en buena parte de los alimentos. Si analizamos someramente la diferencia entre los dulces y azúcares que ingería un niño – o una niña- en la década de los sesenta y lo que un joven actual consume, en forma de caramelos, gominotas, chucherías, refrescos azucarados, bollería industrial, etc., el resultado es de uno a cien a favor del niño del siglo XXI. Esa ingesta desmesurada de azúcar, sin duda traerá consecuencias negativas en un futuro.

Pero no solo en lo que comemos está el peligro y el cambio. También nuestros hábitos personales han variado en el día a día. La higiene personal ha dado un giro copernicano. Pongamos como ejemplo el olor corporal. Hace 40 años, utilizar algún medio de desodorante era inusual y muy exclusivo. Si te lavabas habitualmente, tu propio aroma corporal no transcendía…Ese era todo el desodorante. Hoy en día el uso de estos productos químicos es generalizado y peligroso. La inmensa mayoría de ellos son un coctel de ingredientes que administramos directamente sobre la piel y, que nuestro organismo absorbe y se ve obligado a asimilar. Química pura diaria y metódicamente introducida en el cuerpo durante años.
Si te acercas a una droguería o perfumería – a un supermercado- te las verás canutas para encontrar un desodorante que no contenga aluminio y, – por tanto- permita al cuerpo transpirar; sacar al exterior (mediante el sudor) las toxinas de nuestro cuerpo. La mayoría de lo que se nos ofrece desde las estanterías son productos anti-transpirables. Estos productos impiden la salida de determinadas toxinas que quedan acumuladas en las zonas cercanas a las axilas, que casualmente es donde más cánceres de mama ven su inicio. Estos desodorantes aportan – entre otros componentes químicos- una dosis diaria de aluminio, que pudiera tener relación no solamente con los cánceres de mama, también con otras enfermedades. Una de ellas es el Alzhéimer, lacra moderna que no tiene claros – a día de hoy- sus orígenes, pero en la que cabe destacar que en el desarrollo de la misma, se ha constatado la creación de pequeñas placas de aluminio en el cerebro. La pregunta es de cajón…¿Cómo terminan por aparecer plaquitas de aluminio en nuestro cerebro?. Lamentablemente de muchas maneras, ya que el aluminio puede acceder a nuestro organismo por varias vías, desde  desprendido de una sartén de aluminio hasta disuelto en el agua. Lo que no quita para que el aporte más directo y constante sea el que nosotros mismos aplicamos a nuestra axila con metódica devoción.

En la próxima década vamos a tener sobre nosotros los resultados empíricos de los nuevos hábitos alimenticios, higiénicos y ambientales. La diabetes , la obesidad o el alzeimer son tan solo tres ejemplos de los muchos que se pueden poner, entre varias decenas de enfermedades que parecen haber encontrado un buen campo de cultivo en el consumismo desmedido del mundo “desarrollado”, en la segunda mitad del siglo XX.

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