La diseñadora Ágatha Ruiz De La Prada -musa del color y el exceso-, puede gustar mucho, o desagradar profundamente en su faceta artística; como diseñadora de ropa y complementos varios.
A la hora de pronunciarse sobre ella – sobre sus diseños- no hay zonas templadas. Sus creaciones o te gustan mucho, o te parecen un auténtico despropósito. Me encuentro en el grupo primero. ¡Qué le vamos a hacer!.
Pero aunque crea que la genialidad – y las musas- asisten a esta singular diseñadora, no quiero decir que todo lo que haga vaya a ser motivo de adoración, ni mucho menos que los dos “fenómenos” que ilustran este artículo puedan ejercer de “culturetas” reventando -de vacuo orgullo- por colgar de las paredes de un museo media docena de láminas comerciales de la musa, – donadas por ella- que como único y pobre elemento de exclusividad llevan su firma en rotulador rosa.
Si bien es cierto – hay que reconocerlo- que la ubicación es acertada hasta el extremo. El Museo de “La Verdura” es un edificio a imagen, contenido y semejanza de los dos que tan henchidos se muestran ante tan pobre y cutre trofeo. La mayor parte de los días no recibe visita alguna, por lo que resulta muy atractivo para quien tenga fobia a la gente o quiera meditar en soledad absoluta. Del contenido no me voy a pronunciar, por no ofender a nadie.
No es difícil adivinar -viendo estos alardes-, cuales son los motivos y los orígenes que han propiciado que en la ciudad de Calahorra (desde que éstos de la verdura gobiernan), la cultura pasa directamente por el estómago y se posa en la cintura, bajo vientre y entre la nuez y el tozuelo.
Hemos cambiado los yacimientos, la historia y el Museo Municipal por toda suerte de choricilladas, paellas, cazuelillas, pinchos y fardelejos.