Me gusta escribir de madrugada, cuando todos duermen y la casa se ofrece vacía de voces y presencias. Es el mejor momento para reflexionar y repasar lo acontecido.
Esta semana he escuchado muchas veces la palabra “censura”, expresada a modo de reproche contra los medios de comunicación; como catalizador de la resignación contenida o de la mayúscula repulsión desatada ante lo que algunos puedan considerar un injusto trato de favor hacia quienes menos lo merecen.Un hurto indecente a los que quieren saber y que se les cuente.
Pese a todo, no es cierto que estemos regresando a tiempos pretéritos, o que la información sea en estos momentos más secuestrada que en otros. No. Sencillamente la “censura” forma parte de nuestras vidas y siempre ha estado ahí presente. Todos la practicamos. Ocultamos información dentro de un juego de intereses que reprochamos a los demás pero toleramos en nosotros mismos.
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Para ocultar, recortar, disfrazar o – directamente- eliminar la información, personas y medios de comunicación bebemos de diferentes fuentes. Las más abundantes nos hablan del sometimiento económico a quiénes deciden -con el chantaje de su dinero- lo que se puede o no se puede contar. Los que impiden escribir sobre determinados temas y personas.
Otras muchas formas de censura obedecen a la disciplina ideológica, que es capaz de manipular el enfoque de una noticia hasta hacerla embarrancar en la orilla deseada.
Tampoco escasean las fuentes de la censura moral, más empeñadas en el sometimiento de las personas que en transmitir la desnuda realidad de los hechos; en acabar con la libertad del individuo adoctrinando su pensamiento. Intentando anular la capacidad de elección.
Por último está la censura por cuestiones éticas; variedad que también limita la libertad de expresión -y la de información- por salvaguardar la intimidad y el honor de personas e instituciones, pese a que en ocasiones no lo merezcan.
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Nadie está a salvo de ejercer y padecer los efectos de la censura, por mucho que se pueda alardear de lo contrario. Este mismo blog -sin ir más lejos- también se ve azotado por la que su propio autor ejerce sobre sí mismo. Una “autocensura” – en este caso – que sistemáticamente pule los artículos alumbrados en bruto, en el objetivo de no ofender ni faltar a ningún respeto. Una criba sutil –casi espontánea- pero que sin duda limita la transmisión del verdadero y original mensaje. Un freno que mantiene en el congelador artículos y temas que levantarían ampollas y destaparían cuestiones que pueden hacer daño a las personas, o que pueden exceder -en cierto modo- los delgados pero existentes límites que separan las responsabilidades públicas, de la vida privada de quienes las protagonizan. También eso es censura…Y no por ello malo.