Para algunos/as cada vez resulta más difícil dar marcha atrás…y no me refiero al coitus interruptus. En esta sociedad de exigencias y competitividad nos estamos acostumbrando a avanzar en lo personal sin pararnos en contemplaciones. A no reconocer los errores, a no dar la razón a quién la tiene, a dar la vuelta al intelecto cual si fuera un calcetín… hasta que nos favorezca. A olvidar lo que verdaderamente es importante para centrarnos en alimentar al monstruo interior de nuestra ambición… que cada día pide más. Como si de una epidemia exclusiva de la especie humana se tratara, cada vez abundan más las personas que son genéticamente incapaces de reconocer un error, de dar su brazo a torcer. Nunca te ofrecerán un “si” o un “no”. Arrimarán el ascua a su sardina aunque sepan que la razón hace días que les desasistió. No pactan ni consensuan…solo imponen. El orgullo, -en ocasiones incluso injustificado-, es uno de los peores males que nos afectan. Viene de lejos. Es innato de nuestra especie, no en vano ya el sabio griego Sócrates decía a sus alumnos: “ El orgullo engendra al tirano. El orgullo, cuando inútilmente ha llegado a acumular imprudencias y excesos, remontándose sobre el más alto pináculo, se precipita en un abismo de males, del que no hay posibilidad de salir”. Cuando uno se equivoca ha de dar marcha atrás…rectificar, retroceder, abandonar…pues lo contrario es huir hacia delante. Adentrarse más y más en el error, aplastando todo lo que se encuentra por delante y lo que arrastra por detrás. Algunos/as han convertido virtudes en soberanos defectos. Ansiamos mejorar, prosperar, dominar, imponer, conseguir…en la mayoría de las ocasiones sin pararnos a pensar en los demás. Ni siquiera en los más cercanos. El egoísmo personal y colectivo se ha instalado en nuestra civilización y será difícil desterrarlo. En el colegio, en casa, en el círculo de amistades, en la calle…inculcamos a los jóvenes la lucha por prosperar. Mensajes directos y subliminales que buscan la autoestima y la suficiencia. Valores importantes e imprescindibles, que en cantidades anormalmente superiores pueden crear personas egoístas, convencidas que la suprema razón les asiste. Seres imprescindibles. Personas que viven creyendo que solo ellas tienen la razón, que los demás se equivocan siempre y por sistema y. Que son ellas el ombligo del mundo, sin reparar en que antes o después se llenarán de pelusa…como cualquier ombligo que se precie. Está bien y es deseable defender los principios con pasión, pero siempre con una buena cintura, que te de la posibilidad de reconocer tus errores y te permita –si llega el momento- meter la marcha atrás y salir corriendo en dirección contraria antes de que tu propia autoestima se alíe con tu ambición y acaben por devorarte. Nadie es imprescindible, y como dijo Sófocles…”es terrible hablar bien cuando se está errado”… y ”la prudencia es la madre de la felicidad”. Pido a Sófocles, a Sócrates y al “sursun corda” que nos insuflen prudencia y sabiduría… y rescaten de tan humanas miserias en las que seguro caeremos…si no hemos caído ya.