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Anoche olía a Jara, ahora… huele a sangre

Pese a que ya habían pasado seis o siete años desde la última vez que pisara aquel camino…todavía lo recordaba. No en vano lo había recorrido mil veces en sus primeros nueve años de trabajo. Pero hoy era diferente. La luna estaba llena, y conducir sin luces era sencillo hasta para un novato. La gente no le creía cuando relataba sus excursiones nocturnas…sin luces. Sus ojos leían cada curva, cada sombra, cada piedra del camino. La Luna hacía el resto.

Subió desde “El Tormo”, entre almendros y tomillares hasta los corrales de San Esteban. La noche estaba rasa y la luz de la luna era tan intensa que dejaba adivinar el amarillo de los chopos, que ya tiraban la hoja ante la fuerza del otoño.

La diosa Selene destacaba -entre eriales y abandonos- los secanos de “La Canejá”… labrados mil veces durante siglos.

Encaró el barranco de Valdemadera…camino de Alcarama. Las encinas de la ladera proyectaban su rechoncha sombra sobre los romeros. Como en un tablero de ajedrez… negro y blanco se repartían en la pendiente. Una nube inoportuna tapó la luna y todo se tiñó de gris oscuro. La pista dejó de verse clara y se bajó del coche.

No hacía nada de frío, la noche era estupenda; cosas del cambio climático. Las copas de los pinos se recortaban sobre la montaña, aportando un aspecto fantasmagórico a la umbría de Carnanzún. De pronto un quejido ronco y profundo rajó la noche estremeciéndole; era la fantástica llamada del gran duque, del búho real, que ya mediado el mes de octubre se prepara para la estación reproductora. Andaba muy preocupado marcando su territorio para evitar que otros machos se adentrasen en sus dominios. Así somos los machos.

La luna rajó con fuerza entre las repentinas nubes y él prosiguió su camino… ladera arriba.

Ya en la cima de este mundo, los aerogeneradores le devolvieron a la cruda realidad. Sus gigantes brazos de molino destellaban a cada giro. Unas estridentes luces rojas sobre sus cabezas parecían recordarle que todo ha cambiado… que ya nada es lo mismo. Que cualquier recuerdo es fútil, que todo se ha perdido y nada resiste la ambición sin límites de su propia especie.

Pero la naturaleza es obstinada y un venado berrea con fuerza a su derecha, henchido de pasión y de lujuria. A su izquierda le reta otro. Andan los ciervos acabando”la brama” en estas medianías de octubre, ajenos a la suerte que les aguarda. Parece que más que buscar hembra estuvieran chillándoles a los molinos, diciendo: ¡a la mierda la electricidad y su puta madre!

Respira hondo y el olor del Alcarama se introduce en sus pulmones. Esta noche el monte huele a jara, a jara pringosa, a aceite de ládano…a iglesia.

Amanece un nuevo día de otoño. La niebla moja suavemente a los cazadores que charlan en animados corrillos. Mentiras y verdades, chismes y gracietas, chorizo y “trago vino” se entrelazan en los previos de la montería.

Él, solo ha dormido cuatro horas, y todavía tiene el olor a jara en sus narices. Va pasando la mañana y retumban los disparos.

En mitad de la pista un amasijo de cuerpos sin vida derrama su sangre sobre la tierra. Lomos mordisqueados por las jaurías hambrientas de carne y afecto. Boquetes de bala, vientres abiertos por los machetes, tripas y asaduras desparramadas en la cuneta. La montería ha terminado.

Camina entre los cadáveres de aquellos ciervos, tal vez los mismos que hace tan solo unas horas desafiaban al hombre y a sus aerogeneradores. Quizás los mismos que se afanaban en seducir a cuantas más hembras mejor. Ahora yacían muertos a sus pies. Un olor a sangre lo inundaba todo. Un aroma pegajoso, húmedo y al mismo tiempo caliente.

Se agachó y fue colocando un precinto a cada uno de aquellos animales sin vida. Apuntando con rutina en su libreta el resultado de aquella montería. Una más entre tantas. Después de veinte años se había inmunizado. A todo se acostumbra uno, aunque… el olor a sangre era una excepción.

Terminó su trabajo y cuando ya se marchaba apareció otro venado muerto; éste venía atado sobre el capó de un todoterreno. Con sorprendente apatía, sacó del bolsillo un nuevo precinto y se lo comenzó a colocar en la pata, mientras, una niña de seis años – que se acaba de bajar del mismo vehículo- repetía un soniquete: ¡Quiero la cabeza!… ¡Papá quiero su cabeza!…

La niña quería la cabeza del ciervo…bueno, al menos no quería la del Agente Forestal…¡que ya hubiera sido la ostia!

Un “alma caritativa” se acercó – cuchillo en mano- , con gran habilidad rebanó el pescuezo del venado y le hizo a la niña aquel regalo tan didáctico como ejemplarizante. Y ella Tan contenta, al fin feliz con su cabeza…y se calló. Terminado el trabajo, se marchó, dejando allí a los cazadores ensimismados con la morgue… y sorteando las porciones de carne fresca.

Descendió entre encinares…cruzó viñedos y baldíos. Tardó trés segundos y medio en olvidarse de aquello. Se paró a observar al águila real que volaba a duras penas con un conejo entre las garras y ya en su casa comió solo, pues eran las cinco de la tarde. De pronto y sin previo aviso, su hija mayor se le plantó de frente y le preguntó: papá, ¿Tú si pudieras prohibirías la caza?

Jodida costumbre la de los niños….siempre haciendo preguntas comprometidas.

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