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La contrabandista de mantas

Desde que entró por la parte delantera me llamó la atención. No era como las demás. Rápidamente comenzó a repartir mantas entre los pasajeros de aquella segunda planta, que empezaba a estar atestada. Tenía bonitos los ojos, rasgados y oscuros; la cara dulce y muy morena. En negro azabache su larga melena.
Me ofreció una manta, pero no la acepté. A mi lado -con la cara pegada en la ventanilla- un guiri rubio de dos metros dormitaba hecho un ovillo. Le despertó de sopetón para ofrecerle una. El pobre chico la miró sobresaltado . Le preguntó a la peruana que si la manta era de la compañía de autobuses. No recibió respuesta, porque aquella joven no entendía ni palabra de ingles. Hice de traductor.
La chica llevaba las mantas de estraperlo, de Copacabana al Cusco. Al menos treinta, de todos los colores. Le acompañaba su marido y un pequeño (de unos diez años) que no paraba de toserme en la cara.
Como estaba prohibido transportar -de Bolivia a Perú- más de una manta por persona, las repartía entre los pasajeros con la intención de que en caso de ser el autobús registrado -al atravesar la frontera-, a la policía le pasaran desapercibidas. Hacía bastante frío y nadie se percataría de la operación de contrabando.
Solamente habían comprado dos billetes, por lo que el niño no tenía derecho a butaca. Lo sentó en una que quedaba vacía. Tuvo que levantarlo de allí dos minutos más tarde, ante la llegada de un tipo delgado y “malcareado” que reclamaba su escaño con el billete en la mano. Pilló al niño y lo tumbó a dormir a mi lado, en el pasillo. Nunca había visto semejante ocupación del pasillo en un autobús; cajas, fardos de plástico, capazos de tela, niños y ancianos acurrucados.
La contrabandista de mantas se acomodó a mi espalda, – junto a su marido- vigilando al niño, que no paraba de toser.
Por increíble que pudiera parecerme, no dejaba de embarcar gente cargada de equipajes. Señoras de considerable edad -tocadas con bombín-, que llevaban a sus espaldas capazos de coloridas telas y tamaños descomunales. A su paso iban golpeando con ellos las cabezas de los que ya estábamos sentados.
De pronto una se paró junto a mí y me preguntó si llevaba algo bajo el asiento. Quería que en ese lugar le guardara una caja de mediano tamaño de las que portaba tres. Le dije que no, que necesitaba aquel espacio para poder colocar mis pies. Era un viaje de casi doce horas y ya bastante encorsetado me encontraba entre el gigantesco guiri y la gente tumbada por el pasillo…¡Como para encima meter una caja bajo los pies!
Eran las ocho y media de la noche y por fin el autobús se puso en marcha. Intenté no pensar en nada y dormir, pero el traqueteo del autobús unido a la tos de aquel muchacho hacían complicado conciliar el sueño. Tantas cosas me daban vueltas en la cabeza que preferí dedicar mi mente a contemplar el impresionante cuadro que se configuraba alrededor; la tenue luz amarilla del techo ambientaba aquel atestado autobús, en el que casi no tenía espacio ni para respirar el aire denso y viciado que comenzaba a ser desagradable.
Me encontraba ya en  un estado de pre-inconsciencia cuando el autobús paró en mitad de la más absoluta oscuridad. Los cristales  empañados de vaho, chorreaban  gotas condensadas, nacidas en miles de respiraciones. Las puertas del primer piso se abrieron y unas voces masculinas comenzaron a sonar en el interior. Serían las tres de la madrugada.
Rápidamente me percaté de que algo estaba sucediendo por el comportamiento nervioso de algunos pasajeros, que se apresuraban a manipular sus equipajes. El guiri roncaba como un oso, ajeno a todo.
Sin dejarme casi tiempo de pensar, asomaron por la escalera de la segunda planta dos militares con ametralladora en mano. Me quedé petrificado, sin capacidad de respuesta mirando como se acercaban, caminando sobre los reposabrazos de los asientos. El pasillo estaba tan repleto de paquetes y personas durmiendo que no había otra forma de avanzar.
Me sobrepasaron y -al llegar al final- se encararon con una señora. La misma que me había intentado endosar una caja bajo mis pies a la salida de Copacabana. Le registraron el equipaje y no sé que coño llevaría en aquellas cajas, pero la sacaron a punta de ametralladora del autobús, – a ella y a un señor con chaqueta marrón- entre quejas, pisotones y tropiezos varios. Supongo que algún producto de contrabando.

No pude pegar ni una cabezada en el resto del viaje, hasta llegar a Cusco.

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diciembre 2011
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