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El olor dulzón de los azofaifos


Entre todos los árboles de la ribera, es el álamo blanco el más bizarro. Su corteza es ambigua, según su edad. Suave y fría en la juventud de sus ramas nuevas; cálida y desquebrajada en el tronco.
Aunque invisible, el polen lo inunda todo. Se traga en el ambiente, mezclado con la humedad que se eleva desde el suelo nacida del rocío; es la diaria lluvia en las mañanas del soto. Una lluvia que sin avisar empapa los pantalones más allá de la rodilla.
Aquí la crisis es crónica, forma parte del paisaje. Sus detonantes no son banqueros ni especuladores. La crisis la marca la sequía, las plagas…El fuego y las retroexcavadoras.

Para ser un árbol, -un organismo anclado al suelo-, el álamo se menea con elegancia. Flexiona su copa a merced del viento y todas sus hojas giran frenéticamente cuando la brisa las acaricia. Miles de ellas crepitan entre el verde oscuro de su dorso y el blanco aterciopelado del envés. Entre las ramitas más delgadas el escribano soteño marca su territorio, la tórtola común repite su pesado arrullo. El ruiseñor bastardo rasga desde el bardal, mientras la oropéndola lanza su aflautado mensaje. El sonido del soto
El silencio no existe en esta inquebrantable crisis . Todo suena y se menea. El viento nunca cesa, aunque ya no nos percatemos de ello. Es el peaje a pagar en el valle del cierzo. Un viento que seca la frente, refresca las mejillas y alborota el cabello…Que trae hasta mi nariz el olor dulzón de los azofaifos.

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mayo 2012
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