“Nueva Rioja” / 5 de marzo de 1979
”Nueve gitanos mueren al derrumbarse una casa de
Una familia entera sepultada”
Los hechos ocurrieron en un suspiro, en medio del silencio y de la oscuridad. Basilio tenía sólo un año y era un bebé pequeñito y de pelo muy negro, Basilio fue el único gitano superviviente.
“La vivienda número 41 de la calle Ruavieja se ha hundido sepultando bajo toneladas de escombros y cascotes a diez personas, una familia entera de gitanos pobres.”
Seis niños menores de 16 años, sus padres y un adulto han pasado del sueño apacible de la madrugada al sueño eterno. El inmueble, una cochambrosa casa de tres pisos, se hundió arrastrando hasta la bodega a diez personas. Las primeras luces del día y aún nadie había advertido la ruina de Ruavieja. Un pastor que cerraba su rebaño en la bajera fue el primero en sorprenderse de la inaudita trasformación de la fachada de la casa. De fachada a desfachatez. Todos los que dormían en la casa están muertos. Todos cadáveres, excepto un bebé de apenas un año. Paradójicamente, las ciento cincuenta ovejas que se acogían en el sótano del inmueble no sufrieron daños, el corral resistió el enorme peso de la catástrofe y las aterradas corderas balaban sin cesar.
El desplome de las viviendas ocurrió a las 5 de la mañana, pero hasta las 8 nadie dio la voz de alarma. Luego sí, advertidos de la dimensión de la catástrofe, comenzaron a trabajar bomberos, Cruz Roja, policía, y voluntarios que pasaban por allí.
La búsqueda febril entre la ingente escombrera en que se habían convertido los pisos, consiguió rescatar a un niñito de un año, cubierto de polvo y sangre: “¡Está vivo!” gritaba el jefe de policía que lo llevaba en brazos. Fue el único superviviente de este entierro comunitario de cuerpos gitanos.
A las 11,30 encontraban a la madre y quince minutos después se extraía el cadáver del padre. Los cuerpos del matrimonio estaban muy juntos y muertos. Se llamaban Basilio Pisa Jiménez y Elvira Díaz Jiménez, tenían 40 y 33 años La pareja de adultos y el niño pequeño dormían en la misma habitación del segundo piso.
Frente al lugar de la tragedia se agrupaban los gitanos, llorando, gritando, lamentándose de su suerte: “No sabemos cuántos puede haber dentro…” decía una mujer. Y otra: “Cinco niños del matrimonio, otro mío que le dejé venirse a dormir con sus primos…” Gitanas impotentes que clamaban: “Si tenía que suceder, tenía que pasar, fíjese cómo vivimos, explotados por los caseros. No hay derecho”.
A lasa doce se hallaba un cuarto cuerpo, se trataba de un adulto. La víctima era Fructuoso Manzano Rojo, de 49 años.
Al lugar de los hechos acudió presuroso el alcalde Miguel Ángel Marín, que “desconocía si la casa había sido declarada en estado de ruina”, y también afirmó que “en todo caso el inmueble no era propiedad del Ayuntamiento”. El alcalde mostraba un gran pesar, una desolación de alcalde buena persona y democrático. También acudieron otras autoridades de la recién estrenada democracia, y Juanito Jimeno San Juan, alias “Viguetas”, ex concejal de bomberos que aseveró tajante: “Hay que derribar el casco antiguo, los edificios hay que tirarlos todos…” y más o menos, menos o más, eso se hizo, eso se sigue haciendo.
Un médico viejo, venido del adyacente Hospital Provincial, afirmó en voz baja a sus allegados: “La vida es así, se acaba y la muerte no avisa ni respeta nada”
Mientras, la gitanería clamaba por su desamparo, por sus primos enterrados. Varios calés decididos se adelantaron para penetrar en el edificio y revolver entre los escombros para buscar a los suyos: “Jai, que lo mismo están vivos todavía”. No se lo permitieron. El señor Lorente, jefe de bomberos, se negó a aceptarlos como refuerzos, “por el gran peligro que se cierne sobre todos los que trabajan en la zona siniestrada.”
En el lugar de los hechos se personan Javier Sáenz Cosculluela y Manolo Sáinz Ochoa, políticos del PSOE. Miran espantados y no dicen nada. También comparecen Félix Palomo, y Ruiz de Viñaspre, más tarde Escartín y Rodríguez Moroy, de
El jefe de bomberos declara: “Los escombros están totalmente apelmazados, y es necesario trabajar con los brazos, sacando los cascotes cesto a cesto”.
A la una y media aparecía, entre los restos de una cama y un colchón de espuma, el cadáver de Manuel, de 16 años. A partir de este hallazgo los trabajos de rescate se hicieron más penosos y se precisaron medios mecánicos para extraer los grandes bloques de piedra que aprisionaban los cuerpos de los cinco niños desaparecidos.
En
Hacia las seis y media se lograba abrir la puerta que comunicaba la parte baja de la casa derruida con la calle San Gregorio y eran las siete menos cuarto cuando se encontraron tres nuevos cuerpos, que rápidamente fueron reconocidos por sus familiares: Yolanda, de tres años; Milagritos, de siete, y Mario, de cinco. Alaridos de dolor, los cuerpitos yertos de los niños están cubiertos de polvo. Nadie comprende tanta desgracia. Y enseguida, dos muertos más, otros dos niños pequeños: Marco y Juan, que dormían junto a sus hermanos cuando les sorprendió la desgracia.
No falta nadie, todos los muertos están contados: nueve; padre, madre, seis de sus hijos, y un adulto. Las ovejas del rebaño, encerradas en el sótano bajo toneladas ruina, balan sin piedad.