1972, testimonio de J.F. H. L.
Eran las nueve y media de la mañana y J.F. estaba solo; director y responsable único de una oficina de
–Que vengo a por dinero.
–Muy bien. La libreta, por favor.–Le pide J.F. muy circunspecto, muy profesional.
–No, no, que yo quiero el dinero, todo el dinero, que soy un atraco.
J.F. se quedó parado, asimilando la frase, “soy un atraco”. Y con reflejos de tirador de esgrima contestó:
–Pues no sabe usted cómo lo siento pero no tengo nada de nada para darle.–Y abrió de par en par la caja fuerte exhibiendo la ausencia absoluta de monetario.
Porque, hay que explicarlo, J.F. guardaba el dinero cada mañana, lo gordo, en la papelera y dejaba la caja fuerte casi sin nada.
El individuo mostró perplejidad y pasmo y mostró también un cuchillo de cocina de dimensiones apropiadas para su propósito:
–Mire, señor, yo no tengo nada pero ahí enfrente tiene usted una sucursal de
J.F. añadió: Yo mismo le acompañaría, pero no puedo abandonar mi puesto de trabajo, como usted comprenderá.
Y posando la mano en la espalda del perplejo ladrón le escoltó hasta la puerta, conminándole con dulzura a cruzar la calle y expresarles sus intenciones a los empleados de la otra caja, la de Zaragoza, Aragón y Rioja.
Y para allí se fue el delincuente con su cuchillo en la mano y su propósito en la cabeza.
–Que vengo de parte del banco de enfrente, que esto es un atraco y no traigo libreta.
La pasta y me marcho.–Así entró en la oficina de la competencia. Carmelo, el director, sorprendido y atemorizado como corresponde al tamaño del cuchillo, se dispuso a entregar al salteador un menguado fajo de billetes.
En este corto intervalo de tiempo J.F., que ya ha demostrado que era un lince, telefoneó a
Luego se supo que el asalta-sucursales era un loco, un demente escapado de