Circulaba sin atención ninguna por un solitario puerto de montaña, había tomado en auto stop a un recluta e íbamos conversando animadamente, en franca camaradería. El “sorchi” sacó del petate una cantimplora con pacharán y me invitó. Yo sorbí el licor un traguito y otro, la camaradería se hinchaba como un globo. El puerto se había quedado solitario, comenzó a nevar, las curvas se cubrían de una tenue capa de cristales de hielo, y el cochecillo decidió tomar sus propias decisiones, se cruzó en la carretera, se deslizó 20 ó 30 metros hasta caer blando por un barranco cubierto de la maleza propia del bucólico norte del vasco país. Los equipajes, petate militar incluido, conviertieron la cabina en un sonajero. Finalmente todo se paró, o casi.
El coche se balanceaba sobre las ramas de una poderosa haya, y las ramas de boj entraban con nieve por la ventanilla. Estábamos tripa arriba, el soldado dijo: “La puta, casi nos matamos”. Luego: “No te muevas, joder, que esto se balancea”.
No me balanceé ni intenté hacer el amor con aquél artillero, la nieve cuajaba sobre el radiador, las ramas habían convertido el habítáculo en un jardín botánico precioso, hacía un frío también precioso. El tiempo trascurría encerrados en mi Renault 6, de los asientos caían porquerías y el lúgubre silencio cubría con nieve aquel despeñadero en el que nos columpiábamos el amigo militar y yo mismo. Al rato, con la serenidad de un superviviente, dije: “Trae el pacharán que voy a salir.” Qué relación tenía el licor con mi salida a la desesperada es claro. Rompí la luna de atrás, me abrí paso entre el follaje frondoso, saqué una pierna, luego otra, la cabeza, dije mis palabras de despedida al artillero, “Vuelvo con ayuda, estate quieto ¿eh?” Pero como es natural el mozo inmediatamente quiso seguir mis pasos y salió por donde pudo. Atención al dato, el coche bailón ni se inmutó, y tripa arriba se estuvo hasta que dimos con la grúa de un taller mecánico Renault en Estella (Navarra). Los auxilios en carretera tardaron dos horas en llegar, y lo que son las malas vidas, contemplamos dos coches y una furgoneta que, en esa misma curva, con esa misma nieve, se iban al carajo por la ladera boscosa, sin daños en los cuerpos ateridos.
…Y eso fue todo. Mi vida ha sido mala a ratitos, a veces muy buena.
Pueden los señores lectores añadir como comentario su experiencia en accidentes de tráfico, por supuesto sin víctimas mortales. Narrar un accidente descarga la memoria tanto como contar la mili.