Gitanos muertos (y 2)
Un antiguo edificio de viviendas de la calle Ruajavieja se hundió en la madrugada del día 4 de marzo de 1979, sepultando bajo toneladas de escombros y cascotes a diez personas; una familia entera de gitanos.
Seis niños, menores de 16 años, sus padres y un adulto fueron atrapados bajo la ruina. El inmueble, una cochambrosa casa de tres pisos, se tornó en sepultura de diez personas que plácidamente dormían. En los bajos del inmueble se guardaba un rebaño de ovejas, y paradójicamente los animales se salvaron al resistir el techo de la cuadra.
Mientras se desarrollaban las difíciles labores de salvamento, la gitanería clamaba por su desamparo, por sus primos enterrados. Varios calés, los más decididos, se adelantaron para penetrar en el edificio, revolver entre los escombros y buscar a los suyos: “Jai, que lo mismo están vivos todavía”. No se lo permitieron. El señor Lorente, jefe de bomberos, se negó a aceptarlos como refuerzos, “por el gran peligro que se cierne sobre todos los que trabajan en la zona siniestrada.”
En el lugar de los hechos se personan Javier Sáenz Cosculluela y Manolo Sáinz Ochoa, políticos del PSOE. Miran espantados y no dicen nada. También comparecen Félix Palomo, y Ruiz de Viñaspre, más tarde Escartín y Rodríguez Moroy, de la UCD. Oraciones exclamativas, y pesadumbre.
El jefe de bomberos declara: “Los escombros están totalmente apelmazados, y es necesario trabajar con los brazos, sacando los cascotes cesto a cesto”.
A la una y media aparecía, entre los restos de una cama y un colchón de espuma, el cadáver de Manuel, de 16 años. A partir de este hallazgo los trabajos de rescate se hicieron más penosos y se precisaron medios mecánicos para extraer los grandes bloques de piedra que aprisionaban los cuerpos de los cinco niños desaparecidos.
En la Ruavieja anochece, es invierno, han traído focos para iluminar la zona; aún faltan por desenterrar gitanillos entre la montonera de cascotes, y vigas. El lugar es una ratonera con altos tabiques suspendidos sobre las cabezas de los bomberos y que pueden derrumbarse en cualquier momento.
Hacia las seis y media se lograba abrir la puerta que comunicaba la parte baja de la casa derruida con la calle San Gregorio y eran las siete menos cuarto cuando se encontraron tres nuevos cuerpos, que rápidamente fueron reconocidos por sus familiares: Yolanda, de tres años; Milagritos, de siete, y Mario, de cinco. Alaridos de dolor, los cuerpitos yertos de los niños están cubiertos de polvo. Nadie comprende tanta desgracia. Y enseguida, dos muertos más, otros dos niños pequeños: Marco y Juan, que dormían junto a sus hermanos cuando les sorprendió la desgracia.
No falta nadie, todos los muertos están contados: nueve; padre, madre, seis de sus hijos, y un adulto. Las ovejas del rebaño, encerradas en el sótano bajo toneladas ruina, balan sin piedad.