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Ayer, a las cinco de la tarde, se tuvieron las primeras noticias de una gran desgracia. El tren correo que debía llegar a Logroño a las cuatro de la tarde…”
Un guardia civil muerto por agotamiento
Era el marco ideal para una bonita catástrofe: puente sobre el río, ferrocarril, locomotoras tronantes, vagones de mercancías y de viajeros, vapor y fuego; exceso de velocidad, una curva y el río abajo discurriendo sobre pedruscos de grava. En los alrededores, Torremontalbo, con su castillo medieval y su conde incluido. Sucede el descarrilamiento, un jornalero lo barrunta y da la alarma, enseguida acuden gentes voluntariosas e inexpertas a rescatar a gentes malheridas o muertas. Auxilio para los atrapados en la trampa de hierro y madera que era el tren precipitado desde el puente sobre el cauce del Najerilla. El campo achicharrado de sol, la mies aún sin cosechar, los labradores bajan al río a socorrer a sus semejantes y también los poderosos: la resuelta Conchita Manso de Zúñiga, hija de los condes de Hervías, que tiene cerca casa y castillo, acude en socorro de los heridos y luego su padre, el conde de Hervías, con criados y jornaleros.
–¿Y a éste qué le pasa?
Medio sentado, medio tendido, un hombre vestido con una guerrera yacía desmayado, cubierto de sudor y polvo. El individuo tenía aferrado en su mano un inconfundible tricornio, era un guardia civil. Se acercaron dos campesinos que colaboraban en los socorros.
–Este tipo lleva horas así, a ver si va a estar muerto– observó uno de ellos, que portaba un palo.
Aquellos dos lugareños se acercaron y sin ninguna delicadeza le hurgaron en la tripa. El hombre desfallecido parpadeó.
–¿Le pasa algo?– le gritó el del palo.
Le respondió un quejido.
–Mira, míralo, muerto no está, se ha movido, abre un ojo.
Entonces, el cuerpo vencido se removió, abrió los párpados y musitó: “Agua, quiero agua”.
El del palo dio un respingo y dijo: “Llama a Isidrín, que lo reconozca”.
El de la vara se quedó observando al guardia, el otro fue en busca del tal Isidrín, el sanitario, para que examinara a aquel hombre casi muerto.
Isidrín, que era mozo de botica, ordenó: “Quitarle la guerrera, que no le dé el sol, está muy malo. Hay que bajarlo a Cenicero cuanto antes”.
–No se preocupen por mí –susurró el guardia–, sólo quiero agua, me abrasa la sed.
Lo llevaron a Cenicero y en el hospital improvisado aguantó su organismo unas horas. Exhausto por los esfuerzos, consumido por la fiebre, el día 30 fue auscultado por un médico, a las tres horas otro doctor muy ilustrado aseguró: “Este hombre está muerto”.
En el listado de fallecidos por el descarrilamiento no figura Manuel Castor Aguirre, el benemérito guardia civil perteneciente al puesto de Badarán. El juez Santiago Verde, que procedió a la inscripción de las defunciones, contabilizó 43 fallecidos. Omitió al número 44, que correspondía al guardia muerto en acto de servicio y que no era víctima directa del accidente ferroviario, de la catástrofe de Torremontalbo.
(Textos del periódico diario “
y del Catálogo de
escrito por
“El sufrido y valeroso guardia civil Manuel Castor Aguirre, perteneciente al puesto de Badarán, recibió en ese pueblo, el día 26 por la noche, la orden de sus jefes para marchar a San Vicente de
Los
El guardia civil Castor Aguirre cubre a paso ligero el recorrido de estos otros
Pese al calor asfixiante dentro del uniforme, el guardia se incorpora a su misión nada más llegar al puente. “Allí prestó servicio todo el día 28, la noche del 28 al 29 y toda la mañana del 29. Desfallecido, el guardia civil fue retirado a Cenicero, “casi deshecho”, pasó muy mala noche, pero no quiso molestar a los médicos, por la consideración de que estarían rendidos por su trabajo”.
“La primera y única visita facultativa la recibió el día
Y añadía nuestro periódico: “¡Admirable holocausto, que resalta mucho más imponderable comparándolo con la incuria y la inercia, la dejadez y el abandono en que el Consejo de
Y como una apostilla el periodista aseveraba: “…Muy pronto cumpliremos todos el deber de reclamar responsabilidades si las hubiere, que las habrá…”.