“Sorprendidos tres furtivos cuando cazaban desde un vehículo.
Los focos del todo-terreno iluminaban los brezos. No se oía ni el rumor del agua helada.
—Martín no te duermas que salen, esta noche salen.
—No, no me duermo.
El vehículo saltaba los baches con furia.
—Joder, Julianchu, así no hay quien apunte, me estoy metiendo el rifle en la quijada.
El monte estaba obscuro, sin luna, sin viento y los faros iluminaban media ladera. Los venados, alertados por la luz y por el estruendo del motor, se mudaban de barranco.
Los corzos ya se habían ido a la otra punta.
—Enciende la calefacción un poco Julián.
—No la enciendo, que la barruntan.
—Pero cómo van a oler la calefacción unos animales que, según tu, ni nos huelen a nosotros, ni a los gases del motor.
—Calla, calla, que te digo yo que sí, que el corzo barrunta cualquier cosa, coño.
—Jo, qué frío.
El todoterreno se detuvo atravesado en la pista. Los tres hombres saltaron a tierra y cada uno fue a su cometido.
—Voy a instalar la farola. Ahí mismo, en la conexión del mechero del coche, ahí llega corriente.
El ayudante contestaba para sí y tiritando: “Menos mal que la petaca no me falla”,y bebía un trago y luego otro, más largo y murmuraba: “¡Qué hielo está cayendo, qué frío!”.
Julianchu había apañado el foco portátil atándolo a un arbusto; desde medio monte se divisaba la luz, el vasco se decía muy ufano: “Aguarda, verás cómo se dejan ver. La luz los vuelve locos”.
Serían la una o una y cuarto de la madrugada, un bulto negro se acercaba por la cuneta, desconfiado, ladino: “Ahora me paro, ahora me acerco, qué raro, qué raro, esa luz es muy raro; yo no me fío, no me fío”. Era un maldito macho jabalí descomunal.
—Apresta Julián que te viene el jabalín.
Julián no era buen tirador, tenía al berraco a veinte metros, el animal iba tranquilo, hozando, olisqueando, y la escopeta estaba cargada con posta. Cuando el haz de luz iluminó entero al animal, al pedazo de jabalí macho en toda su tremenda envergadura, a los cazadores les dio un espeluzno.
—Julián: ¡mata!
Y ¡pum¡, un escopetazo seco y la oreja derecha del cochino barrida de la cabezota. El animal sintió la frente abrasada, un dolor inaguantable, calculó la distancia y se echó contra el vehículo en carga a muerte. ¡Catacroc, plas, boom! El jabalí estrellado contra el neumático, el jabalí chorreando sangre y tirando unas dentelladas horribles, furibundas, contra las ruedas, contra la carrocería, contra la nada.
— ¡El rifle, Martín, tírale con el rifle!
El secretario se echó el arma a la cara sin dudar, y a metro y medio le metió una bala dentro del cuello que traspasó pelo, tocino, magro y hueso de aquella furia de la naturaleza.
—Lo he dejado seco.
El animalejo estiraba la pata ante la admiración de los tres hombres.
—Qué pieza, qué bestia, no baja de las 25 arrobas.
—Y cómo embestía la fiera, a la furgoneta la ha metido un repaso…
—Y a la rueda… nos la ha dejado nueva, el cabronazo. Y ponte ahora, y aquí, a cambiar una rueda.
—Saca el bate y machúcale el cerebro, Floren. Muerto y todo me da hasta miedo.
El ayudante cogió del todo terreno un bate de béisbol muy apropiado y le sacudió dos garrotazos sobre la cabeza, uno más recio, donde naturalmente tenía el jabalí sus orejas. Salpicó la sangre por el aire. Luego vino el silencio.
Inmediatamente se pusieron a cambiar la rueda, que estaba rajada de los lances de colmillo. Al rato, muertos de frío y nerviosismo, se prepararon para la marcha.
—Vamos a cargar el animal y para casa.
Entre los tres hombres echaron al jabalí sobre la parrilla de acero y luego al interior del vehículo. El bicho chorreaba sangre y barro.
—Cuanto antes nos piremos de aquí, mejor, yo por esta noche ya estoy sobrado de emociones —,dijo Florencio.
—Si le dejamos nos ensarta. El jodido tenía peligro—, contestó el otro.
—Y grande, Julián. Heridos, los jabalíes tienen muy mala sangre.
—Ahí has estado tú muy bien con el rifle.
—Como que lo tenía a metro y medio.
(Continuará)