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El niño que se perdió en el monte.

Emilio Fort, perdido en el bosque de la Sierra de Urbasa, enero de1969
Enero de 1969, noche cerrada en la Sierra de Urbasa, excursión dominical de escolares del Colegio Sagrado Corazón, PP. Jesuitas. La muy acreditada tropa de boy scouts, con su manada de lobatos había extraviado a Emilio, precisamente un pie tierno, enclenque, mimoso y desdentado.
El autobús tenía el motor y la calefacción encendidos, pero en el recuento de asistentes a la excursión faltaba un niño. Gran consternación del personal responsable, que éramos tres: un religioso jesuita, un joven de 19 años y yo, que acababa de cumplir mis 16. Sin embargo el resto de la tropa de chiquillos, inocente e ignorante, continuaba armando barullo en el autocar y se impacientaba por regresar a Logroño.
“Falta un lobezno”. “ Se nos ha perdido por el camino”, dije. Susto con disgusto, recuento minucioso, interrogatorio a compañeros y amiguitos íntimos, nada, nadie lo ha visto, Víctor se ha quedado en la sierra, por el camino. “Y si salimos a buscarle, no puede haber ido muy lejos”, dije. “Es muy de noche, desconocemos este monte, lo mismo nos perdemos también”. Y tras minutos de cábalas y angustia, finalmente, la dura realidad: “Hay que avisar, hay que dar parte a la Guardia Civil, hemos perdido a un niño de siete años, somos los responsable de que el chiquillo haya desaparecido en el bosque”. Subía el nerviosismo y bajaba la temperatura. Se formaba el microclima propio para una tormenta de pánico.
Bajamos del puerto de Urbasa a un  pueblo y en la casa cuartel nos atendió el comandante de puesto, un guardia diligente y dispuesto a todo. Para empezar convocó a todos los hombre de la comarca con una llamada a los bares de las localidades próximas. Desde su posición de autoridad, alistó como personal rastreador preferente a cazadores, leñadores o pastores, en activo o jubilados, para iniciar la búsqueda o batida. A los cazadores les permitió subir la escopeta.
Al cabo de una hora de movilización general los civiles llegaron al lugar de los hechos: Los Rasos del puerto de Urbasa. Eran más de la 9 de la noche y caía una helada seca. El niño podía estar sufriendo experiencias gélidas. La zafarrancho de gente que se había concentrado a la búsqueda del niño era impresionante: un ejército de más de 500 navarros dispuestos a todo. Faltaba un poco de organización, pero ahí estaba el comandante de puesto con su autoridad y su inexperiencia. Se formaron patrullas prestas a adentrarse en el bosque. La señal convenida era un tiro de escopeta y luego dos, si alguna de los grupos de avezados rastreadores daba con el chiquillo.
Once horas de la noche, obscuridad absoluta, las botas rompían el hielo, con las linternas, aquellos hombres curtidos intuían los senderos del bosque. Las patrullas habían decidido meter ruido para orientar al perdido y hacerle consciente de que le estaban buscando, darle ánimos. El monte se envolvía de obscuridad tenebrosa y  frío, nos quitábamos el miedo unos a otros rompiendo el silencio llamando a voces al perdido…
Eran las primeras horas de la madrugada, yo estaba ronco de gritar “¡Emiliooo!”, y  se oyó el tiro y luego otros dos: Emilio había sido encontrado, y se suponía que vivo. Para evitar zozobras al resto de voluntarios buscadores, los valientes escopeteros de la sierra montaron una traca de tiros que parecía más de fiesta de pueblo pero que rubricaba que el niño Emilio Fort había sido hallado sano y salvo, y según las últimas noticias comiéndose un bocadillo de chorizo.
El suceso lo contó el niño a los guardias que escribieron el atentado: “Me quedó dormidito en una mullida cama de helechos, al sol del atardecer…” y tan agotado estaba, el pie-tierno, que despertó cuando, a la medianoche, empezó a notar la helada… La traca de gritos y cohetes le hicieron sospechar que le buscaban y Emilio dejó de llorar, sacó un bocadillo de la mochila y retomó la marcha por una pista forestal, siguiendo unos cables de tendido eléctrico. Dando bocados al pan con chorizo fue hallado, en lo más tenebroso del hayedo de Urbasa.
El padre de la criatura, con la excitación del susto y la alegría de ver al hijo tan campante, le sacudió a Emilito una colleja a lo violento, con la frase: “Para que no te olvides nunca del disgusto que le has dado a tu padre”. Después, el padre, rompió a llorar como una magdalena… con temblores, escalofríos y mocos…
Aquel amoroso coscorrón a nadie le pareció mal, eran otros tiempos, era otra pedagogía…

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