Pisar por primera vez el suelo de Bangkok impresiona mucho. El calor es asfixiante, como si estuvieras en una sauna, y la humedad hace que te sientas pegajoso todo el día, aunque sean las 7 de la madrugada.
Los coches se adelantan unos a otros sin mirar y los taxis de colores fosforitos van junto a furgonetas que se caen a trozos.
Sin duda, Bangkok es maravillosa: desorden, caos, olores insoportables que salen de puestos de comida que no dejan de servir en todo el día, estrés, suciedad… pero también es amabilidad, belleza, lujo, templos magníficos y gente siempre sonriente, amable y dispuesta a ayudar.
Con sólo un paseo por la ciudad nos percatamos de que era cierto que el crecimiento descontrolado que ha sufrido en los últimos 50 años la ha convertido en un lugar muy extraño, pero mágico también, en el que entre rascacielos y rascacielos de enormes cristaleras las chabolas se agolpan habitadas por personas que parecen no tener nada que hacer y los edificios están repletos de carteles y publicidad.
Guiarse en Bangkok no es fácil, a los mapas les faltan la mitad de las calles y no es sencillo seguir tu intución, así que el mejor modo de transporte es el tuctuc. Barato, rápido, seguro y muy divertido. Además, los conductores suelen ser muy habladores y te van contando cosas y recomendando lugares que visitar.
Nos metimos en la cama a las 8 de la tarde y después de un vuelo de doce horas, un día casi completo de trote por la ciudad y unas 30 horas sin dormir deseando que llegara la mañana siguiente para poder seguir conociendo la ciudad…