Cuanto más pasa el tiempo y más pienso en el viaje, más me gusta el recuerdo que guardo del mercado flotante de Bangkok. Nunca pensé que un río pudiera tener tanta vida.
Aunque ya no es lo que fue hace 20 años, es una forma de conocer el Bangkok rural. De adentrase en sus canales, de ver cómo vivían hace años los habitantes de la ciudad, campesinos, pescadores… Ahora cada vez quedan menos barcas vendedoras de productos de verdad: flores, frutas, comida… Pero hay más de recuerdos, regalos y demás cosas para el turista. Las lanchas, gobernadas mujeres y hombres cubiertos con sus característicos sombreros de paja, te hacen disfrutar del ir y venir de un mercado que una vez, no muy lejos, fue una forma de vida, en donde los olores, los sabores, los colores, eran, junto a sus gentes los verdaderos reyes de este lugar.
El camino hacia el mercado es un recorrido por casas de thailandeses que hacen su vida en el río y donde no faltan tampoco los pequeños homenajes a Buda.
En realidad está en una aldea cercana a la ciudad y básicamente consiste en cientos y cientos de puestos a lo largo del río Chao Phraya, a los lados o en el propio río, donde tienes que regatear en movimiento y luchar para no chocarte con el resto de las canoas.
Las embarcaciones las dirigen simpáticos, amables y habladores tailandeses que te van llevando a los puestos de sus amigos y que disfrutan viendo como les compras.
Se puede encontrar absolutamente de todo y el regateo es imprescindible. Si no, no hay compra. Lo malo que es a veces te metes tanto en el papel que te das cuenta de que llevas 10 minutos regateando por 10 bath, unos 20 céntimos. Es realmente divertido.
Es absolutamente imposible marcharse sin comprar, aunque sea un puñado fruta. Los ojos se van de lado a lado rebuscando entre los puestos algo que te pueda interesar. Hay cosas verdaderamente horribles, de verdad, pero otras son divertidas y sorprendentes. Y la fruta… nunca he probado piñas como aquellas.