Después de veintiocho horas de viaje (cinco de autobús a Madrid, cinco de espera en Barajas, doce de vuelo a Buenos Aires, tres de espera en el aeropuerto, dos más de vuelo a Trelew y una de viaje hasta Península Valdés) llegamos por fin a nuestro destino. Puerto Madryn es una ciudad de 90.000 habitantes rodeada de la nada y que forma parte de la Patagonia.
El lugar es una gran estepa con cientos de kilómetros de llanuras en las que sólo habitan ovejas, guanacos y ñandúes. En noviembre, allí está terminando la primavera y empezando el verano austral. La temperatura es perfecta, unos veinticuatro grados al mediodía, pero el viento es insufrible. El aire de Tarifa al lado del de esta zona se queda en una brisilla suave.
El día que llegamos sólo nos dieron las fuerzas para ducharnos y meternos en la cama. Ocho horas de sueño reponedor y ya estábamos preparados para afrontar una jornada que se quedará guardada en mi mente para siempre.
A las ocho de la mañana partimos en dirección a Península Valdés, pasando el istmo Ameghino hasta llegar a Puerto Pirámides. Al bajar del coche y pisar la playa no nos podíamos creer que el viento se hubiera calmado y no quedara ni una nube en el cielo. Nos pusieron los chalecos salvavidas y mientras el guía, un australiano enamorado de las ballenas, nos explicaba que normalmente la gente vomita a los dos minutos de montarse en el barco mientras nosotros estábamos como en una piscina, comenzamos a ver a los lejos pequeñas manchas negras brillantes que se movían. Media hora después, estábamos en mitad del Golfo Nuevo rodeados de quince ballenas que enseñaban a nadar y a aguantar la respiración a sus crías.
Stiven, el guía, nos contó que la ballena franca austral tiene en esta zona de la Patagonia Argentina uno de sus lugares preferidos para cuidar a sus crías durante su primer año de vida, sobretodo por la temperatura de las aguas, no tan fría como más al sur.
Nos hubiéramos quedado horas y horas en aquel lugar, con los motores del barco parados y mirando a las ballenas enseñarnos su cola, su lomo lleno de callosidades gracias a las que las identifican los biólogos, su negro y brillante color, el movimiento de los bebés imitando todo lo que hacían sus madres…. Unos alucinantes animales de hasta quince metros de largo y veintisiete toneladas de peso que se exhibían sólo a unos metros de nosotros.
Todavía alucinados, volvimos al coche para hacer otra hora de viaje (se hace bastante pesado y aburrido, la verdad, porque por el camino no hay nada de nada) y llegar a la hora de comer hasta Punta Norte, donde vive una enorme colonia de elefantes y lobos marinos. No hay que preocuparse demasiado por la comida, ya que sólo hay dos opciones: o te llevas tú algo, o comes en un sencillo buffet que hay allí que no está nada mal.
Te quedas impresionado viendo miles de manchas oscuras por toda la costa, de todos los tamaños, tumbados panza arriba, descansando, tomando el sol, guardando energía, ya que saben que estarán semanas sin comer y que la grasa que les cubre les ayudará a sobrellevarlo. Me reí muchísimo con los que de vez en cuando se movían, con su cara simpática y tan, tan, tan torpes. Arrastrándose hasta acercarse a algún compañero de descanso para jugar. Pero lo justo, sin cansarse.
La verdad es que es una gozada ver cómo en este país cuidan su fauna. No te lo repiten dos veces: no acercarse a los animales, no darles de comer, ni salirse del sendero. Y allí todo el mundo lo cumple.
Un primer día impresionante y realmente emocionante. La verdad es que cuando empezamos a preparar el viaje dudamos si incluir Península Valdés en nuestra ruta o no, pero ahora se lo recomendaría a cualquiera. Es un lugar perfecto para conocer la parte norte de la Patagonia, a su agradable gente, sus desérticos caminos y sus maravillosos, divertidísimos y simpatiquísimos animales.
Y en el próximo, los pingüinos de Punta Tombo