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José Glera

La Poda

Qué vale un vino

La semana deja dos sensaciones. Por un lado, la realidad de lo que cuesta producir un buen vino; por otra, el nombre de un gran vino.
Los últimos días han desperezado su sol sobre los viñedos. Toca espergurar o escardar. Labor tan compleja como sencilla. Manda la vista. Las manos ejecutan. Pero sobre todo manda la menta: espergurar como es debido o caer en el egoísmo. Ahora bien, al final de la jornada, la mente se doblega al cuerpo, al riñón. Duele. Y mucho. Y cuando te incorporas por enésima vez, intentas enderezar el cuerpo y miras al cielo solo piensas en el valor de la uva, del vino. Y maldices a los especuladores y vividores de la vid. Esto no se paga con dinero. Es amor a la vid. Me gustaría ver a aquellos que claman por lo que consideran un vino caro con la camiseta remangada y el espinazo doblado. Los vinos buenos, no son caros. Son buenos. El placer no se cuantifica.
La otra sensación reside en el poder de la marca. Ayer probaba Bollinger Grande Anné 2004 Rose. Es la sexta añada que saca la casa al mercado desde 1829. Pues estaba acorchado. ¡Qué les parece! Su hermano menor era mucho más agradecido. Eso sí, la cotización de Grande Année es elevadísima. Etiqueta. Tantas botellas y me toca ésta.

La Poda

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