Sólo la magia de Rioja puede convertir los sueños en realidad. Sólo en Rioja pueden convivir abusivas prácticas vitivinícolas con sorpresas como la que protagonizaba hace unas fechas Marqués de Murrieta. Castillo de Ygay 1986 blanco (97% Viura y 3% Malvasía) se ha convertido en el primer vino blanco español al que Robert Parker concede 100 puntos. En realidad, el primer blanco que cosechó 100 puntos Parker es un Corona 1939 de Bodegas Cvne, de Haro. Se los dio Luis Gutiérrez el pasado año, pero se trata de un blanco semidulce. A la máxima puntuación de la añada 1986 de Murrieta se suman también otros dos vinos de la casa, los blancos de 1919 y 1932. Se los dio a la par que a la que sí sale al mercado, la más reciente. Este caldo ha evolucionado en roble americano durante 252 meses y después ha pasado a depósitos de hormigón durante otros 67 meses, antes de llegar a la botella, donde se ha redondeado durante 36 meses más. Sólo Rioja es capaz de dar cobijo a sensaciones tan encontradas.
Apenas habíamos cumplido 18 años todos y Vicente Cebrián celebró su mayoría de edad en Marqués de Murrieta, la bodega familiar. Fue la primera vez que visité la bodega, aunque tenía un carácter más festivo que enológico. Era 1988. Vicente había aparecido unos años antes por Logroño. Llegaba de Madrid. Coincidimos en Escolapios e incluso pudimos disfrutar de un largo viaje por Suiza, Austria e Italia para poner fin a nuestra etapa en el colegio de la calle Escuelas Pías. Recuerdo a Vicente llegar a la puerta de entrada con su Honda MBX 75, envidiada por todos los presentes. Han pasado casi 30 años. Vicente ya no viaja en su Honda, no vive en su casa familiar, en plena Finca Igay, que hoy es la vinoteca, pero sigue fiel a la tierra y al sueño de su padre.
Hace unas semanas regresé a Marqués de Murrieta. “Luis Gutiérrez estuvo catando hace unos días”, me dijeron. No ha pasado el tiempo, pero aquella bodega del siglo XIX camina desde hace años hacia el chateau que soñó Luciano Murrieta, a la altura de las mejores bodegas del mundo. Hace unos años leía una entrevista a Vicente Cebrián. Era época de bonanza en la construcción y llegada de especuladores al universo vinícola. “Nosotros no invertimos en ladrillo, invertimos en vino”, venía a decir el actual conde de Creixell. Pocos años después, por fortuna, carece de vigencia. Años y millones de euros después.
Muchos años de trabajo artesanal han desembocado en un nuevo chateau o castillo. La antigua bodega se enfoca al enoturismo (después de una inversión de 14 millones de euros), mientras que a unos metros se construye una nueva instalación que comenzará a funcionar en la próxima vendimia (24 millones más). La bodega del Castillo ha dejado paso a un enorme salón que esconde bajo su suelo una sala de antiguas tinas escoltadas por dos terrazas interiores: comedor y sala de cata. Bajo tierra, ese mítico botellero que guarda añadas históricas desde 1852, porque tres siglos después todas alcanzan ese rango. Seguramente, Logroño y Rioja nunca podrán pagar su deuda con Baldomero Espartero, que trajo a Luciano Murrieta a Logroño desde Perú, primero, y Londres, después. Con él comienza el Rioja que hoy conocemos. En elaboración, en comercialización y en exportación. Murrieta regresó de sus viajes a Burdeos con un nuevo concepto vinícola que contemplaba maquinaría como despalilladora y la barrica. El roble ha dado su grandeza a Rioja. En 1852, Murrieta exportó sus primeros barriles a Cuba y México. Igay era ya una realidad: viñedo y bodega. Afrancesado hasta tal punto que en sus primeras etiquetas se podía leer Chateau Igay antes de evolucionar a Castillo de Igay. Hoy se puede comprar en internet un Chateau Ygay 1852 por 300 euros/botella.
Vicente creció muy rápido. No sé si cuando llegó a Logroño sabía algo de vinos o no. Ahora se maneja a la perfección en un mundo en el que la imagen, el glamour y el lujo son indispensables. Y Marqués de Murrieta, más reconocido más allá de las fronteras riojanas que profeta en casa, conjuga todas ellas. Afirma el propietario de la firma (junto a su familia) que el sueño de su padre se amparaba en cuatro pilares: familia, agricultura, equilibrio y vinos. El primero es vital en el diálogo con el vino, otro ser vivo; el segundo incluye el control de las uvas; el tercero surge de la mezcla entre tradición, juventud y modernidad. “Estamos aquí para actualizar el proyecto, no para cambiarlo, siempre con la idea clara de mantener la identidad de la casa”, advierte. Y el cuarto, los vinos, son el alma de Marqués de Murrieta, su personalidad.
El mérito de Vicente Cebrián y su familia es enorme. Grandes vinos, una bodega única y unas ideas muy claras. Incluso en valorizar sus vinos. A Luis Gutiérrez (quien le ha dado los 100 puntos) le enoja que una botella de blanco Castillo de Ygay 1986 cueste 625 euros. Nadie discute que un borgoña se venda por miles de euros. Discutirían, en todo caso, un bajo precio. Y Rioja necesita de ideas como las que mandan en Murrieta. Un concepto del vino amparado en la exclusividad y alejado de la vulgaridad de la cantidad.