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Loco por incordiar

Mi muerte es mía

El otro día, mientras veía el teledario de la Primera, Ana Blanco me cortó la respiración. «Les advertimos –dijo– que las imágenes que van ustedes a ver son durísimas». Estuve a punto de cambiar de canal o de apartar mucho la vista, como hacemos los burgueses para que los niños moribundos del Alto Volta no nos fastidien los caparrones. Pero esta vez sostuve la mirada y, para mi sorpresa, no vi a negros famélicos llenos de moscas, sino a un venerable señor que era besado con evidente cariño por su esposa. Luego, aquel hombre, impedido y con cara de aguantar atroces dolores, bebía un brebaje extraño y ponía incluso cara de alivio.
Aquellas imágenes a mí me parecieron dulces y muy tristes, pero no «durísimas», aunque el señor en cuestión se estuviera suicidando. Tal vez hayan oído ustedes algo sobre la polémica que ese vídeo, emitido por televisión, ha provocado en el Reino Unido. Los hombres cometemos el frecuente pecado de vivir como si fuéramos eternos y por eso nos pasma ver a la gente que mira de frente a la muerte y la asume como un accidente biográfico inevitable e incluso, a veces, deseable. Por eso pensamos que esas imágenes, tristes y amorosas (sí: amorosas) son «durísimas».
Conste que yo defiendo la vida con arrojo y que jamás he sentido la tentación de quitarme del medio. Pero me gustaría que el Estado se dejara de ñoñerías y concediera a cada cual el derecho a decidir sobre su propia existencia. Y si uno está impedido, condenado y harto y no puede matarse, no veo por qué no puede pedir ayuda y despedirse a su gusto de este mundo tan bello, tan apasionante, tan cruel y tan inhóspito. Tan durísimo.

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