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Loco por incordiar

El salto de Dorian

Veo en la programación de Actual que los Tequila vienen el día de Reyes. Y me acuerdo, ahora, de cuando saltaba sus himnos con energía adolescente por casi todos los bares de la Mayor, a golpes de cerveza o de calimocho o de zurracapote, en plenos sanmateos, con mi pañuelo (entonces rojo) bien anudado al cuello.
Pero resulta que ya los vi en televisión esta Nochevieja, cuando, por imperativos de la edad y del tormentoso oficio de padre, tuve que tomar las uvas como dios manda: en mi casita y tragándome los especiales cómico-musicales de todas las cadenas. Y ahí estaban los Tequila, que siguen saltando con más pundonor que descaro juvenil. Y ahí estaban también los Chichos que sobreviven, con su nuevo aire de patriarcas venerables; y el Secreto que queda, con la melancolía hincada en su rostro; y Miguel Bosé, con su cinturita de avispa definitivamente olvidada en algún recodo del camino; e incluso Tom Jones, que compareció como un faraón recién embalsamado, pero todavía con los ecos de su bello vozarrón. Y aún no me he repuesto de la impresión de ver hace unos meses a Antonio Vega sacado casi en parihuelas, agarrando angustiosamente el micrófono para cantar otra vez alguno de sus bellísimos poemas.
Viéndolos pasar uno tras otro, con mi copa de cava en la mano y los restos del último mazapán en la garganta, me sentí de repente como un Dorian Gray feo y sentimental: en la barriga de Miguel Bose, en las arrugas del Urquijo, en las canas gitanas de los Chichos, en la alopecia de Alejo Stivel, en la decrepitud de Antonio Vega vi reflejada de golpe mi propia decadencia, mi punzante nostalgia y mis recién adquiridas ganas de pisar el freno de la vida.
Por eso no sé si voy a ir a ver a los Tequila.

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