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Loco por incordiar

El libro de los jueces

Andan los jueces ahora muy revueltos y un poco anarquistas, haciendo proclamas de huelga revolucionaria y quejándose del poco dinero que reciben y de lo mal que están sus juzgados y de los legajos que se les acumulan y de que todavía andan escribiendo las sentencias con pluma de ánade y en fin. Creo que, básicamente, tienen razón: cualquiera que entre en un juzgado creerá haber ingresado en una cueva decimonónica: papeles por aquí y por allá, gestos agrios, ordenadores antediluvianos, estanterías atestadas… Una imagen impropia de una democracia del tercer milenio. Pero también debo decirles a los jueces que me mosquea un poco el momento que han elegido para ponerse estupendos: perdieron la ocasión de reclamar más medios en época de bonanza, cuando atábamos los perros con longanizas; en cambio, deciden sacar pecho ahora, en plena supercrisis económica, con un déficit galopante, y justo (qué casualidad) cuando la sociedad se les echa encima por el penoso caso de corporativismo a propósito del negligente juez del caso Mariluz.

Creo, repito, que tienen razón. En todo. Pero si queremos reformar la Justicia a fondo, hagámoslo sin tapujos: tampoco encuentro bien que un juez se saque una oposición a los veintipocos años y ahí se las den todas. Yo les sometería a examen cada diez o quince años, para comprobar si están al día o si se han tumbado intelectualmente a la bartola, y hasta les haría exámenes psicológicos por si las moscas. Porque, ¿quién protege a los ciudadanos si a un juez en ejercicio se le va la olla o si le pega al frasco con demasiada fruición y, sin embargo, sigue decidiendo sobre nuestras vidas y haciendas?

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