NO me gusta la jeta del tal Correa, ni la del Bigotes, ni la de todos los conseguidores que pululan como moscas hambrientas en torno a cualquier gobierno para forrarse a costa del dinero público; no me gusta que los partidos –véase ahora el PP– hagan como que miran para otro lado y no se atrevan a mandarlos directamente a la mierda por miedo, por pereza o (todavía peor) por otros intereses más ocultos y perversos; no me gusta que un ministro de Justicia se disfrace de personaje de Berlanga, vaya a una montería, se tope allí con el juez que instruye un caso contra sus rivales políticos y no tenga la mínima decencia de darse la vuelta y regresar a su despacho sin cornamentas pero con el honor a salvo; no me gusta que un tipo como Touriño, que se llama socialista, se gaste un pastón indecente en comprarse unas sillitas y una mesita para su despachito oficial tan cuco y tan de diseño nórdico; no me gusta que al Rubalcaba se le suba la vena franquista y pida a la policía de Madrid que capture todos los días a X emigrantes –mejor si son marroquíes– para ir limpiando España al viejo modo; no me gusta que los del Pepé anden espiándose unos a otros para luego clavarse cuchillos por la espalda y así repartirse las migajas de poder que controlan en Madrid o en donde sea; no me gusta que mi Ayuntamiento levante la Gran Vía por la chapuza inaudita de quienes decidieron reformarla a toda prisa con materiales de chichinabo.
Pero, sobre todo, no me gusta que, mientras el paro se nos come, las empresas cierran y se nos viene encima una crisis de proporciones bíblicas, andemos todos (políticos y periodistas) tan entretenidos con nuestras pijadas.