ANDAMOS ahora con la cabeza perdida, asustados como perrillos falderos en una autopista, temerosos de acercarnos al vecino que estornuda, sin saber si debemos hacer oídos sordos a los heraldos del apocalipsis o si tenemos que empezar a coleccionar mascarillas al por mayor.

Con la prudencia de un pirómano, la UE augura que uno de cada dos europeos pillaremos la gripe porcina, pero luego, como templando gaitas, asegura que será una cosa leve, un mero catarrillo sin más molestias que unas décimas y su correspondiente cosecha de mocos. Los medios de comunicación, entre tanto, tampoco sabemos qué hacer: si ponemos los titulares en letras gordas, nos acusan de alarmismo; si escondemos la noticia, fastidamos al lector, que quiere saber más y más de este virus saltarín que se cansó de los cerdos y ahora se lo pasa pipa jugueteando con las personas. En México, como si hubiera llegado una nueva peste bubónica, la gente no sale de sus casas, los partidos de fútbol se juegan en estadios vacíos y Cancún recibe menos visitantes que la leprosería de Molokai. Pero luego, de repente, aparece un fulano con unas estadísticas que aseguran que la gripe normal, la de toda la vida, causa más muertos que esta nueva gripe de tan súbita fama.

Y mientras los europeos, los americanos y demás gente de orden nos gastamos montañas de euros en buscar una vacuna rápida y eficaz para este catarro porcino, millones de niños de África y de Asia siguen palmándola de diarrea. Pero eso, que sí se solucionaría rápidamente con dinero, ha pasado siempre, no nos da miedito y, francamente, nos importa un bledo.