Aquella noche, tras la estruendosa pitada en Valencia, el Rey se dio cuenta de que España, ese estado fascista y opresor, no podía seguir machacando a los catalanes y a los vascos, venerables y educadísimos pueblos de Europa. Así que llamó a Zapatero y, días después, el Gobierno sancionaba la independencia de Cataluña y de la Nación Antes Conocida como Euskadi.
Laporta estaba en una nube. No sólo su Barça había logrado la triple corona, sino que además se había convertido en el ariete de un nuevo Estado. La fuente de Canaletas manaba leche y miel, y todo era furor, algarabía, cava y senyeras.
La Lliga 2009-2010 comenzó con mucho entusiasmo. Guardiola, siempre en su sitio, advirtió del peligro del Espanyol, pero también señaló que el Palamós, el Lleida y hasta el Roda de Bará se habían reforzado con varios mocetones muy potables. En el partido inaugural, disputado en el Camp Nou ante cien mil espectadores, se escuchó con el debido respeto Els Segadors y, a continuación, el Barça le metió doce al Esplugas de Francolí, entre aplausos, ovaciones y cánticos patrióticos.
Al domingo siguiente, la asistencia al campo bajó a 50.000. En la tercera jornada de liga, hubo 10.000. Finalmente, tot el camp se redujo a 5.000 hinchas bostezantes.
Sin espectadores ni televisiones ni dinero suficiente para pagar sus sueldos, Xavi e Iniesta emigraron a Inglaterra; Messi se fue a la Juve; y a Piqué (oh cielos) lo compró Florentino. El soci, por lo bajini, reconocía que España sería muy opresora y tal, pero que en lo futbolístico molaba bastante más. Y, entre tanto, Laporta se pasaba los días encendiendo velitas a san Cugat y a san Feliu de Guixols para que en el sorteo de Champions les cayera el Madrid.