DEBO confesarles que, algunas noches, todavía sufro pesadillas con las orgías de Roldán. Ese fulano –¿recuerdan?– llegó a mandamás de la Guardia Civil a base de mentir en todo y luego, cuando se vio alzado a Gran Tricornio por Felipe González, se puso a robar de lo lindo, furiosamente, de una manera tan impúdica que casi resultaba fascinante. Cuando se desvelaron sus tejemanejes y el tipo huyó a Laos (¡a Laos!), las revistas sacaron fotos de sus orgías. Yo, que soy de natural comprensivo, pude tolerarle los desfalcos, las fugas y hasta que se quedara con el dinerito de los huérfanos del cuerpo, pero jamás le perdonaré esas orgías de puticlub barato, con flotadores hinchables, prostitutas gordas, calzoncillos floreados y las lorzas escapándose. Han pasado quince años (dios mío) y todavía siento arcadas.
Esa tendencia de los políticos españoles hacia lo cutre persiste, aunque muy sofisticada. El amigo Camps, del que –puntualizo– todavía no sabemos si es o no culpable de algo, se hacía los trajes a medida en una tienda chic de nombre cursilón (Forever young) y mantenía unas conversaciones telefónicas melosas y un poco ridículas con un tipo muy dado a los regalos suntuosos, al que llamaban El Bigotes, que era amigo de otro pollo extremadamente generoso, un tal Correa, con quien fue a la boda de la hija de Aznar, esa que se celebró en El Escorial y que fue el colmo del cutrelux, con su cohorte de arzobispos, banqueros, briatores, tiasbuenas, marquesas y –ahora lo sabemos– gorrones varios.
Quizá sea hora, políticos míos, de reivindicar si no la honradez (que es palabra muy gruesa y algo antipática), sí al menos la sencillez.