EL día de San Bernabé, tras comprobar confortado el ímpetu con el que los mercaderes y taberneros del Casco Viejo luchaban contra la deflación, acabé asistiendo a la pavorosa batalla entre las tropas francesas y los héroes del Revellín. Como logroñés antiguo, empecé animando a las huestes riojanas, tan vocingleras, patriotas y valientes. Pero el asunto iba para largo, así que me dio por pensar, ese vicio nefando. Y casi fue mi perdición.
Imaginé que ganaba Asparrot. Imaginé que los franceses conquistaban Logroño y luego, con el subidón, toda España. Imaginé que éramos franceses y que las chicas de la autopista, al cobrarte, te saludaban con una sonrisa y un bonjour y no con un gruñido seco y desabrido; imaginé que a la entrada de cualquier mínimo pueblo había una rotonda llena de flores y no un carretera con el asfalto roto en mil baches; imaginé que las ciudades cuidaban con mimo inaudito sus vestigios históricos y que no los saqueaban para construir avenidas, casas o túneles; imaginé que las derechas e izquierdas eran derechas e izquierdas y no ideologías en continua venta, acojonadas por los nacionalismos tribales; imaginé que el vino era igual de bueno, pero que lo sabíamos vender mucho mejor, con prosapia, gusto y amplitud de miras; imaginé que la educación funcionaba, con criterio, exigencia, disciplina y sin fanatismos provincianos…
Tanto imaginé que me descubrí puesto en pie, a punto de saltar para ayudar con mi espada al general Asparrot, cuando de repente recordé la razón definitiva para recuperar mi patriotismo y alzar el pendón de la monarquía hispánica: ¡Hemos ganado la Eurocopa y vamos a por el Mundial!