SEÑOR juez: le juro que me iba a suicidar. Le juro, señor juez, que quería desaparecer, hacerme polvo, convertirme en humus, olvidar esta vida, flotar en la nada, evaporarme. Se lo juro, señor juez; pero me ha sido imposible.
Verá: el pasado sábado se colmó el vaso de mi paciencia. Harto de esta miserable existencia y sin motivos para seguir respirando, determiné arrojarme a la vía del tren y dejar que el ferrocarril me pasara por encima, haciéndome fosfatina en unos segundos y ahorrándome así otros trámites más engorrosos: que si cómprate una pistola, que si lánzate al Ebro con una roca en los pies, que si a ver cómo consigo una docenita de pastillitas tipo Michael Jackson… Usted ya sabe.
Así que me pareció mucho más sencillo, elegante y literario tirarme al tren. Lo hice. Me tumbé bajo la pasarela de la calle Paula Montalt (la valla siempre suele estar rota), cerré los ojos y esperé.
Señor juez: me aburrí. Le juro que pasaron horas y horas. Y nada. No es que no pasara el ave: es que por allí no asomó el morro ni un talgo desvencijado ni un miserable mercancías ni un triste vagón cisterna. Ni un silbido, señor juez. Sólo veía un impertérrito semaforo, con su lucecita siempre ámbar, como riéndose de mí. Antes hubiera muerto de hambre o de sed que arrollado por un tren.
Sé que podía haber ido a la estación, preguntar los horarios, descontar la previsible tardanza y volver algún otro día a tiro hecho. Pero reconozca, señor juez, que toda esa burocracia resulta muy enojosa y un poco aguafiestas cuando uno tiene un arrebato suicida. Así que, señor juez, le conmino a que abra una investigación: ¿a quién debo culpar de que por Logroño no pase ni un solo tren decente al que arrojarse?