Ahora que han archivado el caso del Camps, me apetece decir algo: no me gusta que los políticos –asalariados míos, al fin y al cabo– reciban regalos. Todo este follón de los trajes y del sastre con nombre de torero y del Bigotes que te quiero mucho y del amiguito mío cómo eres de galán ha resultado bastante ridículo y carpetovetónico, como si en lugar de una democracia ordenada fuéramos todavía la Escopeta Nacional.
Las declaraciones de algunos políticos tampoco han ayudado a poner cordura: la Esperanza diciendo que a ella le regalan picotas y que a ver qué hace; la Rita diciendo que al Zapatero el presidente Revilla le da unas anchoas hermosísimas… En fin. Mi favorito, con todo, ha sido un señor del PP, a la sazón consejero de Ciudadanía (sic) del Gobierno valenciano, que aseguró que prohibir los regalos a los políticos sería «como suprimir los Reyes Magos». Este señor, según tengo noticias, ni fue fulminantemente destituido ni sometido a pitorreo general ni siquiera abochornado por su partido, como sin duda merecía.
Por eso quiero exigirles desde aquí a los políticos que devuelvan todos los regalos que reciban. Y les suplico que no me líen con chorradas ni me insulten con discusiones bizantinas. Como parece que el sentido común escasea, ante la duda, amigo gobernante, aplique el principio de publicidad: si unas señoras le entregan un cesto de cerezas o una hogaza de pan, lo harán encantadas de que vayan fotógrafos, las retraten y salgan en el periódico. Si un hombrecito meloso, engominado y quizá constructor le regala un Audi o unos gemelos de oro, no creo que quiera muchas fotos. Entonces sospeche. Y devuelva el regalito, criatura.