Una pobre chica que acaba de ganar los 800 metros en los Mundiales de atletismo está viviendo un infierno. Su superioridad fue tan manifiesta y su fealdad tan notoria que todo el mundo se ha puesto a decir que es un hombre disfrazado de mujer: un virago, un fenómeno, una cosa rara, quizá un hermafrodita, una grotesca ocurrencia de las hormonas.
Y yo pienso en la pobrecilla –una adolescente de apenas 19 años– y siento lástima. Leí que incluso, abochornada por los insultos que tan gratuitamente estaba recibiendo, no quería salir a recoger su medalla de oro. Si yo hubiera estado a su lado, le habría animado a salir al podio: saluda al público –le diría–, súbete al cajón más alto y, al recibir la medalla, mira a la cámara, sonríe, bájate la pantaloneta y enséñale el intríngulis a todo el mundo. Y si puede ser entre gestos obscenos y meneos insultantes, mejor.
Pocas veces he visto una inquisición tan abominable y tan devastadora como la que se ha montado contra esta chavala, de nombre Caster Semenya. Por ser fea, sí. Fea como el 90 por ciento de los habitantes de Logroño. Fea como muchos otros atletas, como Ronaldinho, como Navratilova, como Frank Ribéry, como yo mismo, como probablemente usted, como casi todos sus envidiosos inquisidores. Si la Federación Internacional de Atletismo tiene dudas sobre su femineidad, debe citarla y examinar su caso con total discreción, sin dar pábulo a comentarios insidiosos, sin someterla a un bochorno inaudito que puede tener consecuencias gravísimas para una jovencita que, fuera de las pistas, tendrá la misma vida y los mismos problemas que cualquier otra muchacha de su edad.