Leo que todos los periódicos catalanes se han puesto de acuerdo en publicar un mismo editorial, titulado ‘La dignidad de Cataluña’. En él atacan por si acaso al Tribunal Constitucional, no vaya a ser que a los magistrados (en el improbable caso de que se pongan a trabajar) les dé por censurar algunos puntos del Estatut.
A mí las unanimidades siempre me han parecido sospechosas, aunque reconozco que lo del Constitucional clama al cielo: es un órgano que con cada renovación echa una paletada de tierra a la tumba de Montesquieu y que, para colmo, se toma los asuntos con tanta calma que sus miembros parecen atacados por súbitos accesos de narcolepsia.
Pero hay algo que me revienta todavía más. Creo, con perdón, que Cataluña no tiene dignidad. Y no lo digo por prurito anticatalán: también pienso que La Rioja no tiene dignidad, que España no tiene dignidad, y que incluso mi barrio no tiene dignidad. Me molesta esta consideración de los ‘pueblos’ como criaturas monolíticas, que marchan como un ejército en pos de una victoria común.
Y no, oiga: me rebelo contra ese camelo nacionalista que llevamos oyendo desde Hitler a Otegi, desde Franco a Carod Rovira, y que va calando hasta en las cabezas más responsables. Los pueblos son diversos, variopintos, heterogéneos. Hay gente que piensa así y gente que piensa asá. Hay mayorías que mandan, pero también minorías respetables. Hay ortodoxos y heterodoxos; apocalípticos e integrados; militantes y disidentes. Y la dignidad, como los derechos o los deberes, es patrimonio de cada ciudadano. Los ‘pueblos’, en realidad, no existen. Y, si existen, no tienen dignidad. Sólo tienen habitantes.