No sé si admiro a Aminatu Haidar. La veo tumbada en el suelo del aeropuerto de Lanzarote, (casi) muerta de hambre, hermosa y terrible en su obstinación, adorada como una santa por una confusa cohorte de actores, políticos e intelectuales, capaz con su solo y humilde gesto de poner en jaque a varios gobiernos, pero no sé si admiro a Haidar.
Conozco su lucha, la creo esencialmente justa y confieso que España tiene alguna responsabilidad sobre ese pedazo de desierto que una vez ocupó y que luego desocupó a la carrera, sin preocuparse de casi nada que no fuera salvar el pellejo, pero no sé si admiro a Haidar.
Creo que el imperialismo español del siglo XX fue un imperialismo triste y bastante cutre, un imperialismo de segunda división, del que sacamos más vergüenza que dinero, y que ni siquiera sirvió para, cuando al fin nos fuimos, dejar las colonias en una situación digna: Marruecos se lanzó como un lobo sobre el Sahara y los Macías/Obiang empezaron a saquear Guinea con la ansiedad de los cleptómanos. Pero no sé si admiro a Haidar.
Veo a la activista saharaui, tan firme en su coherencia de cemento, dejándose morir por una causa olvidada, rechazando cualquier posible solución (un pasaporte español, un pasaporte argelino, lo que sea) hasta que Marruecos ceda; y también veo al amigo Mohamed, destinatario final de su mensaje, cada vez más dictatorial y hostil a toda opinión diferente, cada vez menos demócrata; y veo finalmente a la familia de Aminatu, a sus hijos adolescentes a punto de quedarse sin madre por una bandera, una palabra y un pedazo de arena y lo siento, pero no sé si admiro a Haidar.