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Loco por incordiar

Llegas tarde, Evo

A los diecinueve años, yo era un muchacho espigado, flaco como una espada, que lucía una melenita imponente: el pelo, lacio y castaño, aterrizaba en mi espalda sin formar un solo caracolillo. Probablemente, me sentaba bastante mal (es el problema que tenemos los feos, que todo nos sienta regular), pero a mí me gustaba notar aquel roce capilar cuando cogía la bici o cuando jugaba al fútbol o incluso cuando estudiaba.

Entonces sucedió el desastre: mis pelos adquirieron súbitos impulsos suicidas y, cada vez que el peine los rozaba, se precipitaban al vacío en cuadrilla, como si huyeran de algún espantoso demonio. Mi coqueta raya en medio fue, poco a poco, adquiriendo proporciones de cortafuegos.

Determinado a no rendirme sin presentar batalla, acudí a los expertos. Mi primer encuentro con un dermatólogo fue frustrante: entré su despacho, ansioso por encontrar una respuesta, y lo vi sentado en su sillón, orondo y sonriente, calvo como un chupachús. Aún así, no desesperé y decidí untarme la cabeza con cualquier ungüento que me recomendaran: me bañé en minoxidil, me froté con varias hierbas y finalmente me sumergí en alquitrán, gracias a lo cual adquirí un agradable olor a carretera a medio asfaltar que me hizo muy popular entre las chicas.

Los resultados pueden ustedes contemplarlos en la foto superior.

Y ahora oigo a Evo Morales, científico empirista, y descubro, por fin, que soy calvo por culpa de las patatas holandesas. No recuerdo haberlas comido jamás, pero observo su melenaza irredenta, casi salvaje, y pienso: quién te hubiera conocido a los diecinueve, Evito mío.

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