Soy sindicalista, con perdón. Estoy afiliado a un sindicato, llegué a presentarme a unas elecciones sindicales y durante cuatro años formé parte de un comité de empresa. Más aún: estoy convencido de que si hoy trabajamos menos de 12 horas diarias, tenemos un mesecito de vacaciones (¡pagadas!) y cobramos algo de sueldo, por poco que sea, es gracias a los sindicatos. Me refiero, claro, a aquellos sindicatos: los que pelearon cuando la Revolución Industrial y descubrieron que se podía plantar cara a la voracidad empresarial con solidaridad, unión y un poco de fuerza.
Ocurre que estamos en el siglo XXI. Ocurre que andamos metidos en otra revolución y que ya no hay altos hornos ni siderúrgicas ni astilleros: ahora todo se ha vuelto incorpóreo y misterioso, fugaz y globalizado. Y ocurre que, sin embargo, nuestros sindicatos siguen tan panchos, anclados en sus confortables retóricas decimonónicas.
No quiero hacer leña de unos árboles casi caídos. Al contrario. Deseo que tengan larga vida y vigilen ese futuro tan negro que se nos viene encima. Pero, para ello, deben cambiar y adaptarse a la nueva sociedad a la que sirven. ¿Cómo? Ay, si lo supiera. Al menos, sí creo que su reforma debería pasar por huir de las subvenciones, quitar todo ese indigno chanchullete de los cursos de formación, prescindir de la mayoría de los liberados, adelgazar y descentralizar las estructuras dirigentes. Y atreverse a vivir de las cuotas de sus afiliados, lo que les obligará a dejarse de rollos y trabajar más a pie de obra. Tal vez necesiten más técnicos (abogados, economistas) y menos sindicalistas de profesión.
Quizá así se den cuenta de lo que realmente pasa. Pero deben hacerlo pronto: los necesitamos.