Confieso que sentí alegría y alivio por la liberación de los dos rehenes españoles que agonizaban en las terribles manos de Al Qaeda. Me puse en el pellejo de sus familiares y comprendí su zozobra durante estos nueve meses, su miedo, su desesperación. Pero, desde que vi el careto de su secuestrador sonriendo en un todoterreno, estoy con la mosca detrás de la oreja. Nadie quiere tocar el tema, por temor a ser considerado un desalmado y todos parecen desear correr un velo sobre la gestión del secuestro; pero yo no puedo dejar de preguntarme: ¿Qué les hemos dado a cambio?
Si todo lo hemos arreglado con unos movimientos diplomáticos y mucha paciencia, vale. Pero si el Estado ha pagado un pastizal a Al Qaeda, la cosa se tuerce. ¿Qué le decimos, por ejemplo, a los parientes de Miguel Ángel Blanco, asesinado porque el Gobierno no quiso ceder al chantaje terrorista? ¿Qué le contamos a Ortega Lara, enterrado en vida por la misma razón? ¿No habíamos quedado en que con los terroristas no había negociación posible? ¿ETA es diferente de Al Qaeda? ¿Acaso no emplearán Omar Saharaui y su cuadrilla ese dinero calentito en tramar nuevos secuestros, en comprar armas y en cepillarse a gente tan inocente como Roque Pascual y Albert Vilalta?
Supongo que es muy duro tomar la decisión de no negociar con los terroristas; pero creo que es la única manera de desmontarles el tinglado. Y convendría advertir desde ya a oenegés bienintencionadas, periodistas intrépidos y aventureros varios de que hay sitios chungos en el mundo y de que, si aun así quieren ir y los malos los secuestran, el Estado no negociará ni pagará nada. Por el bien de todos.