Acabamos de asistir a la caída de un héroe. Mientras estuvo en coma, el profesor Neira se convirtió en el arquetipo de hombre honesto, cabal, valiente, recto, insobornable. Pero un día despertó. Y empezó a desbarrar: defendió la necesidad de llevar pistola, le pillaron conduciendo borracho y encima reaccionó con chulería. En apenas unos días, Neira recorrió el camino (no muy largo) que va de la heroicidad a la villanía, con el consiguiente espanto de las televisiones. Sí, de las televisiones: esas que primero lo encumbraron y que luego pagaron a su verdugo para conseguir audiencias.
Siento compasión y hasta respeto por Neira porque una vez, conviene recordarlo, no miró para otro lado cuando un energúmeno estaba pegando a una estúpida. (No se me apelotonen las feministas: les recuerdo que ella aceptó dinerito para criticar en antena a su salvador y, de paso, justificar al imbécil que la maltrataba). Lo más fácil para él hubiera sido seguir adelante y, si acaso, llamar a la Policía; pero el profesor se puso en medio y se arriesgó a perder la vida para defender a una pobre chica.
Ocurre que Neira, como suele ser habitual, sólo era un espejo de virtudes a tiempo parcial. Pero en esta sociedad comodona y maniquea, nos encanta dividir el mundo en buenos y malos. Y no. Casi todos somos buenos y malos a un tiempo, confusos y geniales a ratos, cobardes y valientes a la vez. Más que con Neira, me apetece meterme con doña Esperanza, que quiso beneficiarse de la fama del profesor ofreciéndole un carguito en Madrid. La Espe se ganó algunos titulares, pero al final le ha salido la burra mal capada. Ella sí se lo tiene merecido.