Comprenderán ustedes que una persona que se llame Pío ha tenido por fuerza que reflexionar alguna vez en su vida sobre el inaudito peso de los nombres propios y las extrañas ecuaciones que suelen formar con los apellidos. Algunos padres parecen frotarse las manos ante la sorprendente y casi divina perspectiva de bautizar a una personita indefensa, condenada a arrastrar semejante carga toda su vida. Los hay que bucean en gruesos tomos heráldicos en busca de la conjunción silábica más extraña y poderosa, los que no se complican la vida y llaman al vástago igual que el padre igual que el abuelo, los que se dejan guiar por las modas…
Cambiar la decisión paterna suele requerir luego grandes dosis de paciencia y determinación, no siempre coronadas por el éxito. Hace unos años cayeron en mis manos unos legajos en los que se anotaban los expedientes de cambio de nombre solicitados ante el Registro Civil. Recuerdo con especial aflicción el caso de un tal Liberto, incómodo con el sonido recio y un poco rural de aquellas siete letras, que había pedido formalmente su cambio por Freeman, nombre, dónde va a parar, mucho más musical, juguetón y contemporáneo. Los jueces, con esa ceguera tan suya para el sufrimiento íntimo de los ciudadanos, le denegaron la pretensión por «no encontrarla justificada».
Y ahora va el Gobierno y primero plantea una reforma de los apellidos casi anarquista y luego recula. Yo estoy de acuerdo con que elija cada pareja, aunque lo del orden alfabético me parece una chorrada. Por si las moscas, les indico que a mí me da lo mismo seguir siendo García. Pero, lo crean o no, quiero seguir llamándome Pío.