Llevo años defendiendo la escultura de Ibarrola en El Espolón. Me parece que un homenaje a las víctimas del terrorismo no puede ser, como tanta gente pretendía, una figurilla decorativa, que haga bonito entre las flores y los arbustos del parque. Antes al contrario, me gusta que sea una herida abierta en el paisaje, una cicatriz aún sangrante, un puñetazo de desasosiego. Pero también creo que si alguien piensa que aquello sólo son cuatro hierros oxidados, está en su derecho de decirlo y hasta de publicarlo. Faltaría más.
De la nueva escultura sobre la mujer que han plantado en la rotonda de Duques de Nájera, no tengo tan alta opinión. Quizá de aquí a unos meses no pueda pasar a su lado sin conmoverme y empiece a notar nudos en el estómago, pero de momento la observo y sólo siento frío y perplejidad. Al menos, las declaraciones de su autor, Ricardo González, me han calentado un poco.
El artista pide respeto, cosa que comparto, pero después desliza que quienes opinan en contra de su obra lo hacen frívolamente, sin pensar gran cosa ni poseer ciencia suficiente y que harían mejor en someterse al arbitrio de los expertos, como quien se opera de apendicitis y se abandona en manos del cirujano.
Pues yo, por ahí, no paso: me niego a que el arte sea un arcano impenetrable sólo al alcance de unos pocos elegidos y para cuya digestión cabal se necesite el auxilio de un empingorotado sanedrín. Pero me niego, sobre todo, a que un ciudadano (sea periodista, crítico de arte, historiador, fontanero o barrendero) no pueda opinar, incluso descarnadamente, sobre algo que le han colocado en su propia ciudad, en una vistosa rotonda y a un generoso tamaño.