Ahora que nos aprieta el zapato, hemos empezado a echar enormes y afectados lagrimones, como si de repente nos hubiésemos dado cuenta de que vivimos en un estado autonómico y de que las cajas (ay, las cajas) eran en realidad aprendices de bancos al servicio de los politiquillos locales.
Estas sorpresas fingidas que hoy nos merecen tantos aspavientos me recuerdan demasiado a aquella mítica escena de ‘Casablanca’ en la que el cínico capitán Louis Renault, cliente habitual, espeta a Rick/Bogart antes de cerrarle el garito: «Qué escándalo; acabo de enterarme que aquí se juega».
Pues sí, señores. Aquí se juega. Aquí se juega desde hace mucho tiempo y todos lo sabíamos y a ninguno nos importaba demasiado. De todas las cosas que ahora de repente nos abochornan, me produce especial enfado la inquina creciente contra el Estado de las Autonomías. Una construcción imperfecta y cara, quizá, pero cuyos beneficios también han sido incontestables.
Si el Estado hubiera seguido tan centralizado como cuando mandaba ese tal General Ísimo, estoy seguro de que Logroño, Vitoria, Zamora o Zaragoza no habrían adquirido la estampa de ciudad que ahora tienen. El filósofo Félix de Azúa dijo una vez que el verdadero desarrollo de la España democrática no se apreciaba en Madrid o en Barcelona, sino en esas pequeñas poblaciones de provincia antaño tan atrasadas y hoy modernas, activas, verdes, habitables… Habrá que limar excesos y recortar gastos, pero me apetece decir bien alto que el Estado de las Autonomías ha sido un acierto. Aunque sólo sea porque, además, llevamos 35 años sin pegarnos. Y eso, en la historia de España, es de una novedad pasmosa.