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Loco por incordiar

La maldición de Twitter

Quizá piensen ustedes que soy un bicho del pleistoceno, pero me veo obligado a confesar que no tengo perfil en Facebook ni tecleo mensajes en Twitter ni figuro (que yo sepa) en red social alguna. No crean que alardeo de ello. Supongo que tarde o temprano caeré por ahí, del mismo modo que he acabado teniendo ordenador portátil, correo electrónico, un blog y hasta dos móviles.

Pero a mí, que soy algo misántropo, me irrita esa ficción de tener ciento y pico amigos y me da bastante pudor colgar a la vista de todo el mundo mis fotos de vacaciones o las de la boda o las del cumpleaños del chavalín. Y todavía me fastidia más la idea de condensar en 140 caracteres una idea o una opinión. Yo defiendo con entusiasmo la virtud de la síntesis, pero también me gustan los matices, los claroscuros, los recovecos. Y, sobre todo, profeso un respeto casi reverencial por la palabra escrita.

Eso es lo que han perdido Bisbal, Nacho Vigalondo o Jordi González. Los tres utilizan Twitter como si charlaran con unos amigos en la barra del bar y los tres han salido escaldados. Lo de Bisbal fue una simpleza, lo de Vigalondo un chiste racista y lo de Jordi un insulto macarra.

Si uno los hubiera escuchado de viva voz, con un cubata en la mano y en ese territorio nebuloso de la madrugada, no habría pasado nada. Quizá unas risas, tal vez alguna protesta. Nada. Las palabras que se dicen son volanderas y difusas. Se olvidan pronto. Pero las palabras que se escriben siempre suenan terribles y definitivas, como talladas en mármol. Aunque las hayas tecleado a toda prisa en un teléfono móvil. Por eso hay que pensarlas, mimarlas y manosearlas. Por eso es tan difícil escribir.

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