De aquí a tres meses, tendremos las elecciones autonómicas y locales. Podría hacerles ahora un análisis lleno de entusiasmo y palabras vibrantes, pero me sale un bostezo: el PP y el PSOE presentan a los de siempre y, según avanzan las encuestas, quedarán como siempre.
Supongo que Sanz, pese a su enfática promesa de estar solo ocho años en el cargo, asumirá la presidencia por quinta vez consecutiva. Quizá aproveche ese momento de jaleo institucional para cortarle la cabeza, sin que se note demasiado, a la vicepresidenta Vallejo, por el asunto ese tan turbio de los viñedos ilegales de su familia en Alfaro. En el Gobierno riojano, las cuentas se ajustan en frío y cuando los periódicos miran para otro lado. No vaya a ser que creamos que alguna vez (¡oh!) se equivocan.
Al hilo de todo esto, me he puesto a divagar sobre la sucesión de Pedro Sanz. Sí. Lo han oído bien. Sea cuando sea. Tal vez dentro de veinte años, quizá dentro de uno. Lo malo de unos liderazgos tan largos, inatacables y sólidos es el devastador efecto de tierra quemada que producen a su alrededor.
Los sucesivos delfines (Vallejo, Escobar, Del Río) han envejecido bastante más deprisa que el rey padre. ¿Ven ustedes a alguien preparado para tomar hoy mismo el testigo? Yo no. La vice está fundida, Emilio del Río provoca (en su propio partido) más fobias que filias y los demás consejeros agachan la cabeza y no se salen de su negociado. El PP debería quizá recordar que los cambios suelen funcionar mejor cuando se hacen a favor de corriente. Con el viento en contra, la maniobra es casi imposible.
En fin. No me hagan mucho caso. Cuando estoy aburrido me da por pensar cosas raras.