En mi poblado estamos hartos. Cada dos por tres viene un tipo rubio, con pecas, con una libretita y con pantalones cortos que habla por señas y quiere estudiarnos. Nos dice que somos muy pintorescos y muy auténticos y que quiere comprender cuál es nuestra cosmovisión y que si patatín y que si patatán. Al principio, nos hacía gracia e incluso nos inventábamos tradiciones para ver qué caretos ponían: un día nos bebíamos la orina, otro copulábamos como mandriles, luego empezamos a comernos a los curas… y ahí estaban ellos, los antropólogos, tomando notas como posesos y diciendo «ahá, ahá», como si ya se vieran ganando una cátedra o impartiendo pingües conferencias en universidades de ciudades bonitas, llenas de discotecas y de puticlubs.

Pero ya estamos hartos y, además, los curas nos dan acidez y se han acabado las cajas de almax que trajeron los de Médicos Sin Fronteras. Así que los jefes de la tribu Utku (justo abajo del Sahel, tomando la carretera que va de Uagadougou a Níger, a mano izquierda de la granja de los misioneros vascos) han decidido contraatacar y mandarme de viaje de estudios a Occidente. Hemos cogido un mapamundi y hemos señalado un punto al azar. Nos ha salido Bilbao, pero un compañero ha dicho que ahí mejor que no, que recordemos lo cansos que se ponen los misioneros con las piedras que levantan, con sus 7.000 años de historia y con las vías autodeterminativas de solución del conflicto político de Euskal Herria. Y además llueve mucho.

Así que hemos buscado otro sitio y nos ha salido Logroño. Nos ha hecho gracia el nombre y aquí estoy, recién llegado, con una libreta, un bolígrafo y en pantaloneta, dispuesto a estudiar las costumbres de estos tipos. Nada más bajar del autobús, me he enterado de la primera cosa chocante: resulta que aquí eligen a sus jefes, que no tienen por qué ser brujos ni sabios ni ancianos. Es más, según me dicen, algunos son bastante brujos, pero pocos son ancianos y ninguno es sabio. Qué gente más rara.