En mi poblado, el sistema electoral es muy sencillo. Uno quiere ser jefe, pues se planta en un redondel y se le suelta un león. Si lo mata, es elegido jefe. Si no, hacemos una fiesta, nos emborrachamos y a otra cosa. Ni ley d’Hondt ni puñetas. El sistema funciona razonablemente bien y tiene la ventaja de que toda la oposición acaba en el estómago de los leones, sin blablablá ni insultos ni tertulias. ¡Con decirles que los de Intereconomía se arruinaron y tuvieron que marcharse del poblado! Además, así los jefes se dedican a gobernar, sin estar todo el día mendigando una miserable foto en el periódico.

Pero aquí, según veo, la cosa es diferente. Quizá sea porque no hay leones ni cocodrilos y toda la fauna es como de mentirijillas, con gatitos, perritos y otros animales que acaban en ito. No lo sé. El caso es que se montan unos tinglados de impresión que se llaman elecciones: van los fulanos a un sitio, meten un papel en una caja y luego se cuentan los votos. A mí este sistema me produce escalofríos, porque me parece un sindiós y una anarquía.

Sin embargo, justo andaba en estas cavilaciones cuando me entero de que el jefe supremo de aquí, un tal Sanz, lleva mandando 16 años. ¡Dieciséis años! En nuestro poblado, cuando el jefe lleva más de ocho años, le volvemos a soltar el león. Como el poder, no sé por qué, les vuelve gorditos y comodones, el animal se lo papea. Eso tiene la ventaja de que los exjefes desaparecen de repente y no andan por la selva dando conferencias y tocando las narices a lo Josemari.

Pero aquí, ya digo, todo es diferente. Resulta que al tal Sanz no le sueltan leones, pero cada cuatro años la gente vota. ¡Y el tipo sigue ahí! Fruto de mi temperamento lógico y tras un análisis sociológico exhaustivo, con tres entrevistas de campo, cinco claretes y cuatro champiñones, solo encuentro tres explicaciones racionales para esta inaudita longevidad:
a) El Sanz es el copón.
b) Los de enfrente son muy malos.
c) La gente pasa de todo.